jueves, 7 de enero de 2010

Lo uno o lo otro

A uno le resulta imposible la súplica de Marsias –“por qué me arrancas de mi mismo”– increíble, inaudita y hasta irreal. El despellejamiento del sátiro a manos de Apolo probablemente sea la más cruel de las escenas generadas por el pensamiento mítico griego, pero, al mismo tiempo, forma parte del ciclo de imágenes fundacionales del arte. En cada obra podría percibirse tal encuentro, porque la poética griega no concibió esta imagen como símbolo de un punto de partida, con un antes y un después, diremos, más bien, que tiene lugar en el estricto ámbito del arte, no de la historia.

Ovidio tomó esta imagen de la tradición y la concentró en una sola pregunta desgarradora. La crueldad quedaba a la vista: “la sangre fluye por todas partes, los músculos quedan al descubierto, las venas sin piel laten temblorosas, y en su pecho se podrían contar los órganos palpitantes y las entrañas que se transparentan” (Metamorfosis, VI) . Pero esta sangría obtiene de inmediato su otro significado, ése que permitirá a Herodoto localizar el nacimiento del río Marsias, el más cristalino de Frigia.

Sin embargo no es en la conversión de la sangre en agua, donde se encuentra el núcleo creativo del mito, sino en esa cuestión del todo imposible: “por qué me arrancas de mí mismo”. Antes de diferirse al nacimiento de un hermoso río, con esta pregunta el sátiro se desdobla, se vuelve dos: de una parte la piel, de otra la carne viva.

Un estudio detallado del mito, la propia genealogía de este enfrentamiento, nos revelaría que el duelo musical entre Apolo y Marsias funciona como metonimia de una extensa serie de oposiciones. Se enfrentan dos modos de habitar: el nomadismo de Marsias, el sedentarismo de Apolo. También los instrumentos en liza, el aulos y la lira, en cuyas melodías está presente la doctrina del ethos, de las cualidades y efectos morales de la música, que es capaz de actuar sobre el universo y sobre la conducta humana: la lira calma las emociones, la flauta aulos las estimula. Por tanto dos tipos de escala, dos modos: el dórico para la lira, el frigio para el aulos. En la lira sonaba Occidente, en el aulos, Oriente, y sin embargo sus melodías convivían en Grecia. Allí la pugna seguía planteada entre la lira de la polis y el aulos de los entornos rústicos; las tonadas frigias se asociaban a la voz femenina, las del dórico, a la masculina.

Pero esta dialéctica en cadena esconde una complejidad mayor. El instrumento que Marsias toca lo había inventado la diosa Atenea para remedar a la Gorgona, ese monstruo de viperina cabellera y mirada petrificante. Al soplarlo, la diosa vio que le deformaba el rostro, tanto como deformado está el rostro de la Gorgona. Se horrorizó. Lo arrojó lejos de sí. En el ademán de su diosa, era el mundo griego el que rechazaba la fealdad por vincularla al vicio; presuntamente la belleza era tenida como reflejo de la virtud. La letanía parece infinita: virtud, vicio, belleza, fealdad, dioses, monstruos. Al continuarlo ¿no encontraremos en lucha la forma y la materia? ¿No estaremos acaso ante el sucio corte entre cuerpo y pensamiento?.

La súplica de Marsias resuena con más fuerza en este punto: “por qué me arrancas de mi mismo”. Como el cuchillo de Apolo, también esa frase corta, y le da un tajo mortal al principio de identidad. Ése que asegura con vehemencia que uno es uno.

Tal corte, pues, a uno le resulta imposible, increíble, inaudito y sobretodo irreal.

A lo largo de la historia del arte, el duelo entre Apolo y Marsias ha insistido en eso que para uno no puede ser: desde el Marsias de Mirón al Marsias de Anish Kapoor, el arte mismo corta la historia: no más historia para el arte, parece indicar. Esta imagen, afilada y ya incisiva, es la expresión más clara de la aporía moderna, puesto que la propia modernidad está permanentemente fundada en la aspiración de “ser uno mismo”. El arte –corte en la historia y por tanto siempre contemporáneo, siempre ahora– pone paradójicamente en crisis este axioma, acaso intuyendo que le va en ello su supervivencia.

¿Qué otra tarea podría tener el arte sino la de sajar la realidad? Lucio Fontana insistió mucho en ello, pero no más que Günter Brus o Gina Pane. Y si me apuran: ¿en qué otra cosa se aplicó todo el realismo sino en atravesar la realidad?. En todas sus carnaciones se vendría a constatar un sutil corte, el más fino de todos, el de la perfecta mímesis donde lo que queda entre lo uno y lo otro es tan poco que resultaría absurdo referirnos a la copia o al original. Son los pinceles de Tiziano bisturís sobre el cuerpo de Marsias. Se decía que el veneciano empleaba carne humana para hacer sus colores; quizás se exagerara, pero en esa sensación adquiere vida el cuadro, tiene lugar su conmoción al tiempo que conmueve. El secreto de la mímesis ronda todo el arte y sólo quien está en la piel de Marsias es Marsias. El suyo es como el ajustado corte entre Daniel Joseph Martínez y su doble animatrónico: lágrimas en la lluvia, como decía el último replicante de Ridley Scott. Dos gotas.

Quien quiera trabajar contra la realidad debe estar fuera de su alcance. Una observación aguda que le debemos a Agustín García Calvo: no se podría efectuar ese corte desde la propia realidad, y uno, uno en cuanto persona real, está inevitablemente sometido a ella. Parece entonces que la tarea le debe corresponder a otro. Y con el incesante grito de Marsias nos encontramos ante ese otro que aparece. El sátiro –como el dios en cuyo cortejo se integra, Dioniso– es uno y otro, toda vez que se siente arrancado de sí. Del mismo modo corta el arte la realidad como si fuera una simple muselina, una delgadísima epidermis. Todo queda fuera de sí: de una parte la carne, de otra la piel. Se diría que la persona aparece si la máscara se desprende.

He aquí la primera de las obsesiones del arte contemporáneo: la máscara. Tomada por su exotismo, por su excentricidad, siempre por ese prefijo que la sitúa fuera de todo alcance. Porque introducirse en ella es salir de sí. Porque con las máscaras poner es quitar. Máscaras, entonces, como aquéllas que fascinaron a Picasso, como las Oskar Schlemmer, la mascarilla de miel y panes de oro de Joseph Beauys, máscaras mortuorias romanas. Las máscaras de Daniel Chavira son todas las máscaras de Xipe-Tótec. Aquella divinidad azteca en cuyo honor se fabricaban con la piel humana del rostro y de otras zonas del cuerpo, trajes y máscaras que los chamanes habrían de llevar durante un tiempo para luego arrancárselas. La piel viva sale de la piel muerta. Máscaras que median entre éste y el otro mundo.

Repetimos con Rimbaud, “Je est un autre”, “Je est un autre”, “Je est un autre”. Ese corte nos saca de toda lógica porque nunca se resuelve: el término persona no ha abandonado nunca su antiguo significado: máscara. Uno es otro, otro y uno. Bergman hurgó en esa herida al rodar Persona; el realizador sueco nos ponía cara a cara con el persistente fantasma de la mímesis, misteriosa y arcaica, que trasciende la simple imitación, que es un llamar a presencia lo que no puede estar presente y, sin embargo, lo está. Cuando las modelos de Jana Sterbak se paseaban a finales de los ochenta con sus trajes de carne ¿no se oía esta cantinela otra vez? I want you to feel the way I do” era el título de aquella serie. La carne, por un lado, por el otro la piel. Entre ambas el fino corte de la mímesis. “Esto es aquello” es la fórmula que Aristóteles le asignó. Uno que no es uno es su radicalización.

(Este texto fue escrito para la revista Cantártica -www.cantartica.com-.La imagen corresponde a TIZIANO, El castigo de Marsias, 1575-1576, State Museum, Kromeriz)

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