jueves, 10 de septiembre de 2009

El arte que es mirar

Por Venecia entró a Europa lo que se conoce como pintura moderna, de Turner a Cézanne. El inglés encontró la luz cegadora, diluida en el agua, como sangre en la bacina de un barbero, sangre que se había acostumbrado a ver de niño en la barbería de su padre, esa misma sangre que Cézanne exalta en los lienzos de los pintores venecianos:

Estoy equivocado, tal vez esté equivocado, lo reconozco, pero ¿qué quiere que le diga?, cuando he estado una hora contemplando el Concierto campestre o el Júpiter y Antíope de Tiziano, cuando tengo en los ojos toda la muchedumbre agitada de las Bodas de Caná [de Veronese], ¿qué quiere usted que sienta ante las torpezas de Cimabue, las ingenuidades del Angélico e incluso las perspectivas de Uccello? No hay carne sobre esas ideas [...]. A mí me gustan los músculos, los tonos hermosos, la sangre”[1]

Cézanne, un sensual, como él mismo afirmaba, ha sido tomado como uno de los puntos de arranque más importantes para el arte contemporáneo ¿Por qué? Picasso solía decir “Cézanne, el padre de todos nosotros” ¿Por qué? ¿Por la autonomía del pintura? ¿Por la planitud? ¿El cilindro, la esfera, el cono? Pero la intención de Cézanne no podía estar más lejos del cubismo con el que se le relacionó, una pintura que para toda la crítica tenía un impulso intelectual. Cézanne, por el contrario, entendía que pintar era realizar sensaciones[2]. Nada fácil. Lentísimo. Tener ideas y desarrollarlas no era asunto suyo[3], sólo lo era poner en funcionamiento su aparato perceptivo. En esto consistía el duro trabajo que se impuso durante décadas de aislamiento del mundo del arte en Aix-en-Provence: ni una sola idea:

“si pienso mientras pinto, si intervengo, ¡catacroc!, todo sale despedido […]. El artista es un simple receptáculo de sensaciones […]. Toda su voluntad ha de ser de silencio. Debe hacer callar en él todas las voces de los prejuicios, olvidar, olvidar, hacer el silencio, ser un eco perfecto. Entonces se inscribirá todo el paisaje en su placa sensible”[4].

Cézanne podía pasar horas sin dar una pincelada pero ni un segundo sin mirar. El pintor estaba orgulloso de esa mirada sobre la que a menudo se hacían comentarios. Es natural que se haya visto en Cézanne una recuperación de la visión háptica, una visión que se fundamenta en lo táctil y no en lo óptico [5], pues todos sus lienzos forman el testimonio del paulatino desarrollo de esta mirada. Tanto se dedicó a ella como al “motivo” –en realidad dedicar la jornada a la montaña Sainte-Victoire no era otra cosa que ejercitar esta capacidad– . Si aún podemos ver en Cézanne algo iniciático para el arte contemporáneo, es por esta relación del pintor con el motivo, de la cuál el lienzo es la mayor constancia. Se trata de una experiencia estética que en tiempos de Cézanne sólo cubría las anécdotas sobre el pintor con un halo religioso muy típico de la modernidad fin-du-siècle, sin llegar a problematizarse en los términos que hoy acostumbramos. Ver a Cezánne como arranque será descubrir la paradójica modernidad de lo contemplativo y empezar a entender con ello el arte que es mirar.


[1] Cit. por GASQUET, J., Cézanne. Lo que vi y lo que me dijo, Madrid: Gadir, 2005, pp. 193-194.

[2] Vid. carta a E. Zola, L’Estaque, 20 de noviembre (1878) en REWALD, J. (Ed.), Cézanne. Correspondencia, Visor, Madrid, 1991, p. 228, y GASQUET, J., op. cit., p. 31.

[3] Vid. por ejemplo la carta a Louis Aurenche, Aix, probablemente octubre de 1901, en REWALD, J., op. cit., p. 343.

[4] GASQUET, J., op. cit., pp. 157-158.

[5] DELEUZE, G., Francis Bacon. Lógica de la sensación, Madrid: Arena libros, 2005, pp. 134-135


Arabescos















Hoy los arabescos han dejado de ser un elemento decorativo común en nuestros interiores, las viejas tapicerías en que se bordaban se encuentran deshilachadas en anticuarios o almonedas. Hace unos años aún podríamos haber encontrado arabescos en los empapelados de algunas casas, pero lo cierto es que ahora están prácticamente ausentes. Pero bien es cierto que actualmente las curvas que los caracterizan vuelven a asomar dentro del ámbito del diseño publicitario, e incluso en centros de arte tan prestigiosos como la Saatchi Gallery de Londres, donde hace poco se presentaba el trabajo de Ryan McGinness que, con sus formas espirales enredadas, asociadas sin duda al arabesco, vuelve otra vez al guiño de décadas anteriores.

Aunque no hay indicios suficientes para afirmar que los arabescos se hayan instalado entre nosotros como lo hicieron en otro tiempo, sin embargo allá donde los encontramos siguen impregnados de antiguas connotaciones que remiten a la ensoñación o, si se quiere, a la alucinación. Es ésta la sensación que los arabescos desprendían en el siglo XVIII cuando se decía que eran sueños en pintura, “ensoñaciones semejantes a las que el opio, artísticamente dosificado, procura a los orientales voluptuosos”[1]. Toda la lejanía que suponen hoy los arabescos parece coincidir con esa oscura distancia que la embriaguez nos invita a recorrer.

Sabemos que el arabesco ocupó un lugar destacado en la teoría artística del Romanticismo alemán formado en Jena a finales del XVIII. Enmarcado en la aquella preocupación por desentrañar lo que de común tienen todas las artes, este motivo cumplió un papel sinestésico entre la música, la poesía, la pintura, todas las artes[2]. El arabesco no sólo sería así el equivalente visual de ciertas melodías, sino que incluso correspondería a la estructura de algunas novelas. Por eso Frederich von Schlegel pudo definir comoarabescas aquellas obras literarias en las el fundamento constructivo no es otro que “la libertad”, tal y como ocurre en elTristam Shandy de Sterne o en la obra de Diderot, Jacques el fatalista, en la que Schlegel encontraba la perfección del Witz, o sea “sólo un arabesco”[3].

Resulta interesante que en ocasiones como ésta Schlegel utilizase el término arabesco íntimamente ligado al Witz, que habitualmente se traduce como ingenio y que para los románticos se relaciona con lo más elevado y espiritual, con el amor como alma de todas las emociones:

“Sólo la fantasía puede captar el enigma de este amor y representarlo como enigma; lo enigmático es la fuente de lo fantástico en la forma de toda representación poética. La fantasía tiende con

todas sus fuerzas a expresarse, pero lo divino puede comunicarse y expresarse sólo indirectamente en la esfera de la naturaleza. Por eso, de aquello que originariamente era fantasía, queda en el mundo de las apariencias sólo lo que denominamos ingenio(Witz)”[4]


El papel que juega este ornamento se revela de mayor importancia para la estética romántica desde el atisbo schlegeliano de que “seguramente el arabesco es la forma más antigua y originaria de la fantasía humana”[5].

El Witz tenía una función cognoscitiva, y así aparece ligado a la filosofía en el conocido fragmento 116 del Athenäum: “la poesía romántica, es entre las artes, lo que el Witz es para la filosofía”[6]. Más allá, este término quedaría perfilado en los textos de Schlegel como un instrumento de conocimiento filosófico superior en la medida en que señala hacia “la plenitud absoluta”[7].

La relación entre arabesco y Witz pasa además por aquella otra entre arte y naturaleza, cuyos métodos querían los románticos igualar, es decir, que en el arte debía ser como en la naturaleza donde “todo es relación y transformación, formado y transformado, y este formar y transformar es justamente su procedimiento propio, su vida interior, su método”[8]. Lo que me parece significativo para el caso es que Schlegel encontrara de hecho una analogía entre este procedimiento y “aquel gran ingenio (Witz) de la poesía romántica”, cuyo comportamiento, ya hemos visto que estaba vinculado al arabesco[9]. Éste parecía la forma óptima en que arte y naturaleza podrían conectar, ya que “la realización del lenguaje artístico adquiere bajo el signo sentimental del arabesco el rango de efecto formal de vida y, digamos, efectúa en la abstracción su propia inmanencia”[10].

Más allá aún, me pregunto si se podría adjudicar al arabesco una forma similar a la que Schlegel consignaría para el propio acto de reflexión. Para el romántico ésta tiene su matriz en el “pensar del pensar” y se desarrolla en la adición del “pensar del pensar del pensar”[11], y así en progresión infinita, pero no hacia un “sí mismo” sino hacia otra cosa, ya que “por pensar del pensar no se entiende ninguna consciencia de yo”[12], sino todo lo contrario. ¿Y a dónde se dirige entonces? Que Schlegel asegure que esa forma, en sus innumerables rizos, termina por disolverse, nos da una idea de a dónde se dirige: “la reflexión –nos dice de nuevo Schlegel– se expande ilimitadamente, y el pensar formado en la reflexión se convierte en pensar informe que se orienta hacia el absoluto”[13].

Como vemos no se trata de un recorrido de corto alcance; entre dirigirse al individuo y hacerlo hacia el absoluto, Schlegel prefiere que su rizada reflexión se encamine hacia este segundo, y, lo que resulta igual de significativo, que comience como “pensar formado” y pase al “pensar informe”. Lo tomaré del modo más sencillo que se me ocurre: digamos que frente a ese crecimiento de giros que desarrollan nuevos giros, la pérdida está asegurada, cuantos más tallos suelte el arabesco menos lo vemos, su forma se pierde. La idea de un ensimismamiento que conduce a la pérdida de sí mismo está en la base de arte romántico –si es que no lo está en la de todo arte– tanto como que el arabesco es ese formarse y deformarse, una forma de desaparecer, ante todo un forma de ser.

Esta desaparición es a fin de cuentas la que a Walter Benjamin le parecería años después de haber estudiado a Schlegel plagada de arabescos:

“El tedio –dirá– es un paño cálido y gris forrado por dentro con la seda más ardiente y coloreada. En este paño nos envolvemos al soñar. En los arabescos de su forro nos encontramos entonces en casa. Pero el durmiente tiene bajo todo ello una apariencia gris aburrida. Y cuando luego despierta y quiere contar lo que soñó, apenas consigue sino comunicar este aburrimiento. Pues ¿quién podría volver hacia fuera, de un golpe, el forro del tiempo? Y sin embargo contar sueños no es otra cosa”[14]

Esos arabescos que plagan el interior del ensimismado, acaso consiguen su efecto por aturdimiento, un efecto que bien podríamos llamar tedio o aburrimiento, pero con unas connotaciones opuestas a las que normalmente se aplican a este ánimo.

El modo en que Benjamin utiliza el término arabesco, no sólo tenía un referente en la teoría romántica del arte, sino que encontraba su modelo plástico en las líneas de latiguillo que el modernismo había desplegado y que precisamente habían crecido durante la infancia de Benjamin como las plantas trepadoras lo hacen, adhiriéndose a joyas Lalique, dibujos de Beardsley o edificios de Horta, de Obrist, de Gaudí y de tantos otros. Y fueron ésos los años en que Alois Riegl y su discípulo Wilhelm Worringer volvían sobre el tema del arabesco, esta vez desde una línea de estudio propiamente formalista.

Riegl explicaba el arabesco como un cruce de diversas tradiciones decorativas; en él la flor del valle del Nilo se entrelazaba con el pámpano micénico, su origen había sido la espiral geométrica a la que se fueron añadiendo accesorios florales. Pero si los griegos habían convertido la espiral en pámpano viviente, en la Edad Media, desde Oriente, se había vuelto a una geometrización de esos mismos motivos. Sin embargo muchos de los logros griegos sobre la forma del pámpano perduraron, y, aunque geometrizado, no dejó de tener su característica rítmica de ondulaciones o su tendencia a al crecimiento por grandes superficies. Venía sucediendo desde la época romana tardía, que en un nuevo impulso de abstracción, el adorno en sí había cobrado independencia y poco a poco se había desplazado fuera de las cenefas[15]

Por su parte, Worringer lo veía como una conciliación entre abstracción y naturalismo[16], algo que suponía un punto de fricción en su célebre tesis doctoral, Abstraktion und Einfühlung, que confrontaba como vemos, la abstracción y ese otro término, que se ha traducido como “naturaleza”, pero que tiene connotaciones otras connotaciones y más bien sería algo así como empatía o “proyección sentimental”. En su hipótesis, Worringer consideraba la posibilidad de una estética que se apartara de la línea entonces predominante, aquella que, desde la Einfühlung, situaba el núcleo de la experiencia estética en el sujeto y no en el objeto. La propuesta de Worringer, en vez de arrancar del afán de la proyección sentimental referida a la obra de arte, se centraba en el “afán de abstracción”, y si aquella se relacionaba con la belleza de lo orgánico, ésta de Worringer lo hacía con lo inorgánico, con lo negador de la vida[17].

¿Cómo, entonces, planteaba Worringer una conciliación entre abstracción y naturalismo en las formas del arabesco? A pesar de la base inorgánica que Worriger ve en toda abstracción, encontraba bajo la maraña del los arabescos una extraña forma de vida, una vida inquieta, manifestándose como “búsqueda febril”, impetuosa, violenta y llena de precipitación, una vida que “que nos obliga a seguir sus movimientos sin que en ello sintamos felicidad”. A la vista de esto, casí se diría que Worringer encuentra en el arabesco la base de todo ese movimiento del expresionismo alemán, con el que mantendrá de hecho contacto:


“Se trata, pues, de un movimiento intensificado, de una expresividad intensificada, sobre una base inorgánica. Ésta es la fórmula decisiva que caracteriza a todo el norte medieval […] El afán de proyección sentimental de esos pueblos inarmónicos no toma el camino más directo hacia lo orgánico, porque el movimiento armonioso no es suficientemente expresivo para él; recurre a ese inquietante pathos inherente a la vivificación de lo inorgánico, que es la expresión más elocuente de la falta de claridad, de la inarmonía de esos pueblos muy anteriores al conocimiento, condenados a vivir en medio de una naturaleza áspera y dura”[18]


A Worringer parecía escapársele que este motivo había estampado el telón de fondo del Renacimiento con artistas como Rafael o Giovanni da Udine, que pintaban las logias del Vaticano pensando en la recién descubierta decoración de la Domus Aurea. Sin embargo, que ocurriera así no hace más que subrayar que el arabesco siempre tuvo vida en la profundidad de los interiores, y el hecho de que en el Cinquecentose usaran indiferentemente los términos arabesco y grutesco no hace sino confirmarlo, el arabesco habita en interiores cavernosos, no sólo conoce los secretos de Hypnos sino también los de su hermano Thanatos.

Con Jean Bérain y bajo el reinando de Luis XIV, se impregnaron los arabescos de dorado[19]. El Rococó era él mismo un mundo de sueños ensortijados, de mecanismos para la voluptuosidad, en él todo devino arabesco, exótico, venía todo de más allá ¡Cómo no iba a pensar Schlegel que el arabesco revela un camino hacia lo absoluto! En el XIX, de nuevo la melancolía, o acaso el tedio, parece haber operado otra vez proyectando nuevas formas derivadas del arabesco. A finales de aquel siglo, los hermanos Goncourt subrayaban el Rococó como el estilo aristocrático por excelencia, de manera que pasó a prestigiar los salones de una alta burguesía, que bien sabía que la aristocracia era un cadáver. Ni siquiera el devoto Gaudí lograría neutralizar con su hormigón la capacidad de esas curvas que venían de un dorado y excesivo rococó[20].

Los arabescos del modernismo, como luego los de la psicodelia, en general todos los arabescos desde la melena de Medusa hasta McGinnes, muestran un doble signo, están cargados de una extraña forma de vida, acaso una vida de ultratumba.



[1] WATELER C.H., y LÉVESQUE, Dictionnaire des arts de peinture et sculpture, Tome premier, Paris: Fuchs Libraire, 1792, p. 91, “Les arabesques peuvent donc éter appellés les rêves de la Peinture (…) La raison & le goût exigent qu’ils ne foient pas des fonges de malades, mais des rêveries semblables á celles que l’opium, artiflement dofé, procure aux Orientaux voluptueux”

[2] ARNALDO, J., Estilo y naturaleza. La obra de arte en el romanticismo alemán, Madrid: Visor, 1990, p. 121.

[3] SCHLEGEL, F., Conversaciones sobre poesía, Buenos Aires: Biblos, 2005, p. 77: “el Fatalista de Diderot … encontrarás en él la perfección del ingenio completamente libre de añadiduras sentimentales … no se trata de una poesía elevada, sino sólo de un arabesco. Pero justamente por eso no tiene para mis ojos pocas pretensiones; pues considero el arabesco como un modo de expresión o una forma completamente determinada y esencial de la poesía”

[4] Idem., p. 81.

[5] Idem., p. 67

[6] Trad. cast. en PORTALES, G., y ONETTO, B. (Eds.), Poética de la infinitud: ensayos sobre el romanticismo alemán. Fragmentos del Athenäum, Santiago: Palinodia, 2005.

[7] Vid. en D’ANGELO, P., La estética el romanticismo, Madrid: Visor, 1999, pp. 141 y 142

[8] Idem., p. 67.

[9] Idem.

[10] ARNALDO, J., op. cit., p. 115.

[11] BENJAMIN, W., El concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán, en Obras, libro I/vol. 1, Madrid: Abada, 2006, p. 30.

[12] Idem.

[13] Idem., p. 33.

[14] BENJAMIN, W., Libro de los pasajes [D 2 a 1], Madrid: Akal, 2005, pp. 131-132.

[15] RIEGL, A., “El arabesco” en Problemas de estilo: fundamentos para una historia de la ornamentación (1893), Barcelona: Gustavo Gili, 1980, pp. 168-223.

[16] WORRINGER, W., Abstracción y naturaleza, México D.F.: Fondo de cultura económica, 1997, pp. 82.

[17] Idem., pp. 18 y 19.

[18] Idem., p. 84

[19] Vid. PONS, B., “Los arabescos o nuevos grutescos”, en GRUBER, A (Ed.), Las artes decorativas en Europa, Tomo I, Madrid: Espasa Calpe, 2000, pp. 401-450.

[20] La relación entre el Rococó y el Modernismo ha sido destacada por LAHUERTA, J.J., Antoni Gaudí, 1852-1926. Arquitectura, ideología y política, Madrid: Electa, 1993, p. 316.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Síntomas de incorporación

Los Esquizos de Madrid. Nueva figuración madrileña de los setenta

Del 2 de junio al 14 de septiembre. Museo Reina Sofía

Es conocido por todos que la pintura se muere, que no hay remedio, que prácticamente es un cadáver. En los años setenta celebraba su entierro se celebraba en los foros de la postmodernidad, pero la condenada parecía recuperarse entre estertores. Posteriormente ha seguido así, resistiendo con un pie acá y otro allá, como los fantasmas.

Precisamente Los fantasmas de Madrid era el título que Quico Rivas pensó para esta exposición que trata sobre pintores y sobre todos aquellos que defendieron la pintura en el Madrid de aquellos años. El rótulo Los esquizos, que hace referencia al modo en que los pintores de Barcelona los apodaron, da acaso sin quererlo, una idea de la maraña de dificultades en que se ha visto envuelta la exposición. La más triste de ellas ha sido el fallecimiento de Quico Rivas, que con esta muestra no sólo hubiera ofrecido su punto de vista sobre la pintura de este grupo sino sobre un importante periodo de su vida.

Ésa quizás era la pretensión más arriesgada de su proyecto, exponer una pintura a la que ya se daba por muerta, pero también dar cuenta de toda la vida que se le insufló desde el ámbito de la crítica entre 1970 y 1985. De ello finalmente se ha encargado la comisaria María Escribano, que tuvo también una participación activa en el grupo de los Esquizos y que ha formado para la ocasión equipo con Juan Pablo Wert e Iván López Munuera.

Entre fantasmas o esquizos, la lectura general de la exposición no puede ser otra que la de una incorporación con los debidos méritos, porque pese al importante papel en el arte contemporáneo español, es ésta la primera retrospectiva que se dedica al grupo.

Su arranque es discreto, una salita que uno se podría saltar sin darse cuenta, pero que, con dos obras de Giorgio de Chirico y de Marcel Duchamp, da indicios de la reflexión sobre el papel contemporáneo de la pintura que encontramos a continuación. Estos pintores no podían más que admirar las estrategias de Duchamp -que precisamente dinamitaban la pintura-, decidieron asumirlas e incluso seguirlas sin dejar por ello de pintar.

Las primeras salas nos dan una idea de cómo hacerlo; se dedican a las influencias que recibieron los esquizos: Hamilton, Katz, Stella, y la más inmediata, que fue sin duda la del pintor español Luis Gordillo, aunque en la exposición no queda demasiado claro si Gordillo llegó a formar parte o no del grupo.

El eje del recorrido, que quizás dé también su clave temática, se encuentra en el cuadro de Guillermo Pérez Villalta, Grupo de personas en un atrio o alegoría del arte y de la vida o del presente y del futuro (1975), que pocas veces ha sido expuesto con mayor cuidado y mejor luz. Las intenciones de la exposición parecen ser similares a las que el pintor demostró sobre este lienzo. Aquí se nos muestra el "retrato de familia" de la exposición:

el núcleo de pintores estaba formado por el propio Pérez Villalta, Alcolea, Carlos Franco y Rafael Pérez-Mínguez, seguía con Chema Cobo, Manolo Quejido, Herminio Molero y otros tantos. A todos ellos los acompañaron los críticos Juan Antonio Aguirre, el propio Quico Rivas, Ángel González, Juan Manuel Bonet, Calvo Serraller, galeristas como Juana Aizpuru o Mercedes Buades, filósofos incluso como Fernando Savater o Ignacio Gómez de Liaño. Muchos nombres que hoy forman parte importante de nuestro mapa cultural, todos ellos aquí retratados de un modo u otro. Así que la exposición entera se deja ver como alegoría del arte y de la vida, o tal vez como un enorme retrato de familia, ya sea la de Quico Rivas, la de María Escribano o la de la propia figuración madrileña.

Todo lo que tiene de ambiciosa esta exposición responde a las altas aspiraciones que el grupo tenía. Su presencia era entonces contundente en el panorama español, y se contaba incluso con que adquiriría un alcance internacional, tal como estaba sucediendo en el caso del neoexpresionismo alemán o de la transvanguardia italiana. De ello también se habla aquí al recordar las exposiciones 1980 y Madrid D.F., que encontraron entonces una apabullante resistencia por parte de un sector de la crítica nacional, y que finalmente representan hoy un intento frustrado de impulsar la nueva pintura española más allá de la frontera.

Puede que para los retratados, éste sea un recorrido algo nostálgico, tal y como algún crítico ha señalado, y desde luego que la nostalgia resulta hoy un buen reclamo (el mejor ejemplo son esos episodios de La edad de oro que vemos en una de las habitaciones), sin embargo sospecho que la intención de Quico Rivas fue desde el inicio incorporar de una vez a este grupo en la narración -pública y no esa que corre de como un chisme de boca en boca- de lo que ha sido el arte español de las últimas décadas. Si así fuera, para quien no conoce esta historia y no cuenta más que con el referente de la movida o el caso Barceló, pasear por la sala 103 del Reina puede resultar extraño y no sé si después de un recorrido tan extenso, de articulación difícil y un volumen llamativo de información, se habrá logrado devolverles el cuerpo a estos fantasmas de Madrid.