jueves, 10 de septiembre de 2009

Arabescos















Hoy los arabescos han dejado de ser un elemento decorativo común en nuestros interiores, las viejas tapicerías en que se bordaban se encuentran deshilachadas en anticuarios o almonedas. Hace unos años aún podríamos haber encontrado arabescos en los empapelados de algunas casas, pero lo cierto es que ahora están prácticamente ausentes. Pero bien es cierto que actualmente las curvas que los caracterizan vuelven a asomar dentro del ámbito del diseño publicitario, e incluso en centros de arte tan prestigiosos como la Saatchi Gallery de Londres, donde hace poco se presentaba el trabajo de Ryan McGinness que, con sus formas espirales enredadas, asociadas sin duda al arabesco, vuelve otra vez al guiño de décadas anteriores.

Aunque no hay indicios suficientes para afirmar que los arabescos se hayan instalado entre nosotros como lo hicieron en otro tiempo, sin embargo allá donde los encontramos siguen impregnados de antiguas connotaciones que remiten a la ensoñación o, si se quiere, a la alucinación. Es ésta la sensación que los arabescos desprendían en el siglo XVIII cuando se decía que eran sueños en pintura, “ensoñaciones semejantes a las que el opio, artísticamente dosificado, procura a los orientales voluptuosos”[1]. Toda la lejanía que suponen hoy los arabescos parece coincidir con esa oscura distancia que la embriaguez nos invita a recorrer.

Sabemos que el arabesco ocupó un lugar destacado en la teoría artística del Romanticismo alemán formado en Jena a finales del XVIII. Enmarcado en la aquella preocupación por desentrañar lo que de común tienen todas las artes, este motivo cumplió un papel sinestésico entre la música, la poesía, la pintura, todas las artes[2]. El arabesco no sólo sería así el equivalente visual de ciertas melodías, sino que incluso correspondería a la estructura de algunas novelas. Por eso Frederich von Schlegel pudo definir comoarabescas aquellas obras literarias en las el fundamento constructivo no es otro que “la libertad”, tal y como ocurre en elTristam Shandy de Sterne o en la obra de Diderot, Jacques el fatalista, en la que Schlegel encontraba la perfección del Witz, o sea “sólo un arabesco”[3].

Resulta interesante que en ocasiones como ésta Schlegel utilizase el término arabesco íntimamente ligado al Witz, que habitualmente se traduce como ingenio y que para los románticos se relaciona con lo más elevado y espiritual, con el amor como alma de todas las emociones:

“Sólo la fantasía puede captar el enigma de este amor y representarlo como enigma; lo enigmático es la fuente de lo fantástico en la forma de toda representación poética. La fantasía tiende con

todas sus fuerzas a expresarse, pero lo divino puede comunicarse y expresarse sólo indirectamente en la esfera de la naturaleza. Por eso, de aquello que originariamente era fantasía, queda en el mundo de las apariencias sólo lo que denominamos ingenio(Witz)”[4]


El papel que juega este ornamento se revela de mayor importancia para la estética romántica desde el atisbo schlegeliano de que “seguramente el arabesco es la forma más antigua y originaria de la fantasía humana”[5].

El Witz tenía una función cognoscitiva, y así aparece ligado a la filosofía en el conocido fragmento 116 del Athenäum: “la poesía romántica, es entre las artes, lo que el Witz es para la filosofía”[6]. Más allá, este término quedaría perfilado en los textos de Schlegel como un instrumento de conocimiento filosófico superior en la medida en que señala hacia “la plenitud absoluta”[7].

La relación entre arabesco y Witz pasa además por aquella otra entre arte y naturaleza, cuyos métodos querían los románticos igualar, es decir, que en el arte debía ser como en la naturaleza donde “todo es relación y transformación, formado y transformado, y este formar y transformar es justamente su procedimiento propio, su vida interior, su método”[8]. Lo que me parece significativo para el caso es que Schlegel encontrara de hecho una analogía entre este procedimiento y “aquel gran ingenio (Witz) de la poesía romántica”, cuyo comportamiento, ya hemos visto que estaba vinculado al arabesco[9]. Éste parecía la forma óptima en que arte y naturaleza podrían conectar, ya que “la realización del lenguaje artístico adquiere bajo el signo sentimental del arabesco el rango de efecto formal de vida y, digamos, efectúa en la abstracción su propia inmanencia”[10].

Más allá aún, me pregunto si se podría adjudicar al arabesco una forma similar a la que Schlegel consignaría para el propio acto de reflexión. Para el romántico ésta tiene su matriz en el “pensar del pensar” y se desarrolla en la adición del “pensar del pensar del pensar”[11], y así en progresión infinita, pero no hacia un “sí mismo” sino hacia otra cosa, ya que “por pensar del pensar no se entiende ninguna consciencia de yo”[12], sino todo lo contrario. ¿Y a dónde se dirige entonces? Que Schlegel asegure que esa forma, en sus innumerables rizos, termina por disolverse, nos da una idea de a dónde se dirige: “la reflexión –nos dice de nuevo Schlegel– se expande ilimitadamente, y el pensar formado en la reflexión se convierte en pensar informe que se orienta hacia el absoluto”[13].

Como vemos no se trata de un recorrido de corto alcance; entre dirigirse al individuo y hacerlo hacia el absoluto, Schlegel prefiere que su rizada reflexión se encamine hacia este segundo, y, lo que resulta igual de significativo, que comience como “pensar formado” y pase al “pensar informe”. Lo tomaré del modo más sencillo que se me ocurre: digamos que frente a ese crecimiento de giros que desarrollan nuevos giros, la pérdida está asegurada, cuantos más tallos suelte el arabesco menos lo vemos, su forma se pierde. La idea de un ensimismamiento que conduce a la pérdida de sí mismo está en la base de arte romántico –si es que no lo está en la de todo arte– tanto como que el arabesco es ese formarse y deformarse, una forma de desaparecer, ante todo un forma de ser.

Esta desaparición es a fin de cuentas la que a Walter Benjamin le parecería años después de haber estudiado a Schlegel plagada de arabescos:

“El tedio –dirá– es un paño cálido y gris forrado por dentro con la seda más ardiente y coloreada. En este paño nos envolvemos al soñar. En los arabescos de su forro nos encontramos entonces en casa. Pero el durmiente tiene bajo todo ello una apariencia gris aburrida. Y cuando luego despierta y quiere contar lo que soñó, apenas consigue sino comunicar este aburrimiento. Pues ¿quién podría volver hacia fuera, de un golpe, el forro del tiempo? Y sin embargo contar sueños no es otra cosa”[14]

Esos arabescos que plagan el interior del ensimismado, acaso consiguen su efecto por aturdimiento, un efecto que bien podríamos llamar tedio o aburrimiento, pero con unas connotaciones opuestas a las que normalmente se aplican a este ánimo.

El modo en que Benjamin utiliza el término arabesco, no sólo tenía un referente en la teoría romántica del arte, sino que encontraba su modelo plástico en las líneas de latiguillo que el modernismo había desplegado y que precisamente habían crecido durante la infancia de Benjamin como las plantas trepadoras lo hacen, adhiriéndose a joyas Lalique, dibujos de Beardsley o edificios de Horta, de Obrist, de Gaudí y de tantos otros. Y fueron ésos los años en que Alois Riegl y su discípulo Wilhelm Worringer volvían sobre el tema del arabesco, esta vez desde una línea de estudio propiamente formalista.

Riegl explicaba el arabesco como un cruce de diversas tradiciones decorativas; en él la flor del valle del Nilo se entrelazaba con el pámpano micénico, su origen había sido la espiral geométrica a la que se fueron añadiendo accesorios florales. Pero si los griegos habían convertido la espiral en pámpano viviente, en la Edad Media, desde Oriente, se había vuelto a una geometrización de esos mismos motivos. Sin embargo muchos de los logros griegos sobre la forma del pámpano perduraron, y, aunque geometrizado, no dejó de tener su característica rítmica de ondulaciones o su tendencia a al crecimiento por grandes superficies. Venía sucediendo desde la época romana tardía, que en un nuevo impulso de abstracción, el adorno en sí había cobrado independencia y poco a poco se había desplazado fuera de las cenefas[15]

Por su parte, Worringer lo veía como una conciliación entre abstracción y naturalismo[16], algo que suponía un punto de fricción en su célebre tesis doctoral, Abstraktion und Einfühlung, que confrontaba como vemos, la abstracción y ese otro término, que se ha traducido como “naturaleza”, pero que tiene connotaciones otras connotaciones y más bien sería algo así como empatía o “proyección sentimental”. En su hipótesis, Worringer consideraba la posibilidad de una estética que se apartara de la línea entonces predominante, aquella que, desde la Einfühlung, situaba el núcleo de la experiencia estética en el sujeto y no en el objeto. La propuesta de Worringer, en vez de arrancar del afán de la proyección sentimental referida a la obra de arte, se centraba en el “afán de abstracción”, y si aquella se relacionaba con la belleza de lo orgánico, ésta de Worringer lo hacía con lo inorgánico, con lo negador de la vida[17].

¿Cómo, entonces, planteaba Worringer una conciliación entre abstracción y naturalismo en las formas del arabesco? A pesar de la base inorgánica que Worriger ve en toda abstracción, encontraba bajo la maraña del los arabescos una extraña forma de vida, una vida inquieta, manifestándose como “búsqueda febril”, impetuosa, violenta y llena de precipitación, una vida que “que nos obliga a seguir sus movimientos sin que en ello sintamos felicidad”. A la vista de esto, casí se diría que Worringer encuentra en el arabesco la base de todo ese movimiento del expresionismo alemán, con el que mantendrá de hecho contacto:


“Se trata, pues, de un movimiento intensificado, de una expresividad intensificada, sobre una base inorgánica. Ésta es la fórmula decisiva que caracteriza a todo el norte medieval […] El afán de proyección sentimental de esos pueblos inarmónicos no toma el camino más directo hacia lo orgánico, porque el movimiento armonioso no es suficientemente expresivo para él; recurre a ese inquietante pathos inherente a la vivificación de lo inorgánico, que es la expresión más elocuente de la falta de claridad, de la inarmonía de esos pueblos muy anteriores al conocimiento, condenados a vivir en medio de una naturaleza áspera y dura”[18]


A Worringer parecía escapársele que este motivo había estampado el telón de fondo del Renacimiento con artistas como Rafael o Giovanni da Udine, que pintaban las logias del Vaticano pensando en la recién descubierta decoración de la Domus Aurea. Sin embargo, que ocurriera así no hace más que subrayar que el arabesco siempre tuvo vida en la profundidad de los interiores, y el hecho de que en el Cinquecentose usaran indiferentemente los términos arabesco y grutesco no hace sino confirmarlo, el arabesco habita en interiores cavernosos, no sólo conoce los secretos de Hypnos sino también los de su hermano Thanatos.

Con Jean Bérain y bajo el reinando de Luis XIV, se impregnaron los arabescos de dorado[19]. El Rococó era él mismo un mundo de sueños ensortijados, de mecanismos para la voluptuosidad, en él todo devino arabesco, exótico, venía todo de más allá ¡Cómo no iba a pensar Schlegel que el arabesco revela un camino hacia lo absoluto! En el XIX, de nuevo la melancolía, o acaso el tedio, parece haber operado otra vez proyectando nuevas formas derivadas del arabesco. A finales de aquel siglo, los hermanos Goncourt subrayaban el Rococó como el estilo aristocrático por excelencia, de manera que pasó a prestigiar los salones de una alta burguesía, que bien sabía que la aristocracia era un cadáver. Ni siquiera el devoto Gaudí lograría neutralizar con su hormigón la capacidad de esas curvas que venían de un dorado y excesivo rococó[20].

Los arabescos del modernismo, como luego los de la psicodelia, en general todos los arabescos desde la melena de Medusa hasta McGinnes, muestran un doble signo, están cargados de una extraña forma de vida, acaso una vida de ultratumba.



[1] WATELER C.H., y LÉVESQUE, Dictionnaire des arts de peinture et sculpture, Tome premier, Paris: Fuchs Libraire, 1792, p. 91, “Les arabesques peuvent donc éter appellés les rêves de la Peinture (…) La raison & le goût exigent qu’ils ne foient pas des fonges de malades, mais des rêveries semblables á celles que l’opium, artiflement dofé, procure aux Orientaux voluptueux”

[2] ARNALDO, J., Estilo y naturaleza. La obra de arte en el romanticismo alemán, Madrid: Visor, 1990, p. 121.

[3] SCHLEGEL, F., Conversaciones sobre poesía, Buenos Aires: Biblos, 2005, p. 77: “el Fatalista de Diderot … encontrarás en él la perfección del ingenio completamente libre de añadiduras sentimentales … no se trata de una poesía elevada, sino sólo de un arabesco. Pero justamente por eso no tiene para mis ojos pocas pretensiones; pues considero el arabesco como un modo de expresión o una forma completamente determinada y esencial de la poesía”

[4] Idem., p. 81.

[5] Idem., p. 67

[6] Trad. cast. en PORTALES, G., y ONETTO, B. (Eds.), Poética de la infinitud: ensayos sobre el romanticismo alemán. Fragmentos del Athenäum, Santiago: Palinodia, 2005.

[7] Vid. en D’ANGELO, P., La estética el romanticismo, Madrid: Visor, 1999, pp. 141 y 142

[8] Idem., p. 67.

[9] Idem.

[10] ARNALDO, J., op. cit., p. 115.

[11] BENJAMIN, W., El concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán, en Obras, libro I/vol. 1, Madrid: Abada, 2006, p. 30.

[12] Idem.

[13] Idem., p. 33.

[14] BENJAMIN, W., Libro de los pasajes [D 2 a 1], Madrid: Akal, 2005, pp. 131-132.

[15] RIEGL, A., “El arabesco” en Problemas de estilo: fundamentos para una historia de la ornamentación (1893), Barcelona: Gustavo Gili, 1980, pp. 168-223.

[16] WORRINGER, W., Abstracción y naturaleza, México D.F.: Fondo de cultura económica, 1997, pp. 82.

[17] Idem., pp. 18 y 19.

[18] Idem., p. 84

[19] Vid. PONS, B., “Los arabescos o nuevos grutescos”, en GRUBER, A (Ed.), Las artes decorativas en Europa, Tomo I, Madrid: Espasa Calpe, 2000, pp. 401-450.

[20] La relación entre el Rococó y el Modernismo ha sido destacada por LAHUERTA, J.J., Antoni Gaudí, 1852-1926. Arquitectura, ideología y política, Madrid: Electa, 1993, p. 316.

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