lunes, 21 de diciembre de 2009

Santo y libertino. Argumentos para mi propia defensa


La modernidad como “época del infierno”, en expresión de Walter Benjamin, revela en su base una contradicción en la cuál “lo novísimo permanece siendo en todo punto siempre lo mismo”[1]. Toda investigación sobre el tedio parece dirigirse a ese punto, sin embargo, llegar hasta él, como bien sugirió el crítico alemán, pasa por preguntarse por la noción de infierno. Pero a poco que nos acerquemos a sus brasas, el infierno, especialmente en un siglo de combustiones como es el XIX, manifiesta una ambigüedad que es propia de lo sagrado. La fascinación que suscitó en el siglo todo lo relativo al infierno, lo demoníaco, lo satánico, esa atracción no se entiende sin su repulsión. Esta ambigüedad entonces nos parecerá sencilla de abordar desde su matriz, ahí donde aparecen a una el amor el religioso siente por lo sagrado y el temor que le profesa.

Ciertamente en lo sagrado aparece una curiosa conjunción entre la prohibición y el deseo de permiso. Este esquema, sin embargo, corre parejo a otro, en el fondo bien distinto, en el que la prohibición se revela junto a las ganas de transgredirla. Lo que hay de común en ambos casos parece ser una imposición de lejanía: lo sagrado da respeto, no se toca; se caracteriza, en primer lugar, por estar alejado de todo lo que es de uso cotidiano, de todo lo profano. Desigualdad que hace de lo sagrado algo que excluye y separa, pero sobre todo algo temible y, al mismo tiempo, fascinante. Tal ambigüedad engloba en este punto a lo diabólico como aquello que divide[2] y, así separado clūsus–, designa lo otro por antonomasia: una piedra o un árbol, cualquier objeto, cuando sobre él tiene lugar la hierofanía, la manifestación de lo sagrado, pasa a ser otro distinto de sí mismo[3].

Ahora bien, esta lejanía, inherente a lo sagrado, sólo se salva con la licencia de la consagración, y, cualquier intento de traspasar lo que de ello nos separa, por vía distinta a la consagración, es una profanación. Tomar contacto de este otro modo tiene la funesta consecuencia de la mácula: mancillar lo sagrado, no es tan sólo ensuciarlo sino ensuciarse. Que la Antigüedad haya utilizado el término γιος (hagios) tanto para designar lo santo como lo manchado, o sacer, para lo maldito y lo sagrado[4], no hace sino manifestar una estructura presente en las más diversas culturas y épocas. También la modernidad tuvo que encararse con ello, aunque lo hiciera a tientas, desde una ceguera causada por la intensa luz de la Ilustración. Movidas por el soplido de lo moderno, las cenizas de la religiosidad ya no tendían altares firmes donde posarse, y sin embargo fueron esparciéndose por la cultura del siglo XIX europeo, con este mismo movimiento contrario, sigilosamente en su vaivén, mezclándose con los humos, los gases y vapores de la metrópoli.

La presunta irreligiosidad del proyecto moderno, que reemplazaba a la eternidad celeste por un tiempo que no existe (el futuro)[5], ocultó lo sagrado entre tinieblas. Allá trataron de acceder por una u otra vía hombres como Piranesi, Sade o Goya, y el resultado parece haber sido el hallazgo de esa aporía de lo sagrado que, años más tarde y en clara conexión genealógica, llevaría a Bataille a identificar el éxtasis religioso en la más cruel de la imágenes[6].

En el origen de esta sensibilidad, la figura del libertino coincide con la del santo, tal como las fantasías de Sade en prisión son equiparables a las del eremita religioso[7]. No es extraño que a menudo las escenas lujuriosas del divino marqués se desarrollen en monasterios; otras obras de la época, como The Monk de Mathew Lewis (1796), no hacen sino incidir en la idea de que el diablo ronda lo sagrado, del mismo modo que en la historia de san Antonio Abad queda patente que sólo donde hay tentación hay santidad.

Estos dos solitarios anhelan una unión con la totalidad. Como el libertino, que carece de toda mesura[8], en el celibato religioso se manifiesta la aspiración a una unión con el todo y el místico no le ve sentido alguno a privatizar el amor como hace el siglo, a través del matrimonio. Porque Dios es el amante más compartido, y en la unión con Él desaparece cualquier atisbo de subjetividad: “vivo sin vivir en mí” es la expresión de un abandono de sí mismo en la cópula con el todo que Dios es. De igual manera derrama el libertino el humo del incienso al pie del altar –metáfora acostumbrada en las novelas de Sade– sin ánimo alguno de utilidad o reproducción, así se disemina en una pasión que no tiene límite ni objeto, que lo deja totalmente fuera de sí.

Ni para el libertino ni para el místico hay progreso en un sentido ilustrado. Ambas figuras desarrollan su actividad (o ausencia de ella) en una temporalidad que no avanza linealmente sino que insiste en el instante, siempre en el mismo instante que no pertenece ni al pasado ni al futuro. Sólo en ese instante –el del éxtasis– podría encontrar lugar la eternidad tal como el místico y el libertino se acercan a concebirla. No hay en ellos otro deseo que el de su repetición, una y otra vez, tan grande es el placer, tan pleno el éxtasis. La abstinencia del religioso está dirigida a esta exhuberancia de lo divino, el santo es aquél que está dispuesto a una renuncia absoluta de sí mismo para alcanzar lo absoluto en la alteridad, ése que desea con un ardor sin igual la hierofanía sobre sí, que anhela dejar de ser lo que es, que busca romper con el orden ontológico habitual.

El artículo que Pierre Klossowski publicó sobre Sade en el primer número de Acéphale[9] da a entender que es el deseo mismo el que funda esta otra dimensión. Porque la felicidad sadista se encuentra, según señalaba allí Klossowski, en “el deseo de quebrar los frenos que se oponen al deseo”, de manera que la distancia con el objeto deseado se multiplica, y es en la ausencia de lo que se desea donde el libertino encuentra la plenitud del desear, es decir, prolonga esta felicidad en una repetición del instante de deseo. La conciencia sadista se encuentra entonces frente a la eternidad de la que abjura mediante un ultraje: “dejar de ser individuo para totalizar inmediata y simultáneamente todo lo que contiene la Naturaleza”. Ciertamente, en su confinamiento, Sade experimentaba el dolor de una naturaleza no saciada, pero por ello mismo su imaginación le da acceso a la sensación de infinito. La única cláusula de esta sensación sigue siendo la reserva, la abstención y la clausura, tanto como que es la seducción una multiplicación infinita de posibilidades, siempre y cuando permanezcan así, en suspenso, sin cumplimiento.



[1] Benjamin, Walter, Libro de los pasajes [S 1,5], Madrid: Akal, 2005, pp. 558-559. El término modernidad, como gesto de oposición a lo viejo, al ser empleado para designar un periodo histórico, se encuentra, en nuestro idioma, con el riesgo de ser confuso puesto que al periodo posterior al Medievo lo hemos catalogado como Edad Moderna. Nosotros utilizaremos el término modernidad para referirnos a la época de aparición de la metrópoli tal y como hoy la conocemos. Nuestro principal marco cronológico cubrirá el siglo XIX y principios del XX, con especial atención al periodo que cubre los años 1857, año de publicación de Madame Bovary, y 1905, en que se muestran por vez primera la pintura fauve.

[2] Efectivamente la etimología del término diablo, del griego διάβολος nos remite a lo divisor.

[3] Eliade, Mircea (1957), Lo sagrado y lo profano, Madrid: Paidós Orientalia, 1998, p. 15.

[4] Vid. Caillois Roger, (1939) El hombre y lo sagrado, traducción de Juan José Domenchina, México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 29.

[5] Paz, Octavio (1974), Los hijos del Limo. Del Romanticismo a la Vanguardia, Barcelona: Seix Barral, 1993, p. 55.

[6] Las fotografías que George Bataille poseía desde 1925 y que muestran el suplicio chino Leng-Tché o de los Cien pedazos. Bataille, Georges (1961), Las lágrimas de Eros, traducción de David Fernández, Barcelona: Tusquets, 1997, pp. 247-250.

[7] El parentesco entre el libertino y el místico ha sido estudiado y desarrollado por Maffesoli, Michel (1985), De la orgía. Una aproximación sociológica, Madrid: Ariel, 1996.

[8] Aún desde el punto de vista de barthes, que explica el subraya orden lingüístico en el código erótico de Sade, el lenguaje está llamado a “concebir lo inconcebible”, vid. barthes, Roland (1971), Sade, Fourier, Loyola, traducción de Alicia Martorell, Madrid: Cátedra, 1997, pp. 25-49.

[9] Klossowski, Pierre, “Le monstre” en Acéphale, núm. 1, 24 de junio de 1936, pp. 3 y 4, traducción de Margarita Martínez, Buenos Aires: Caja negra, 2005. Georges Bataille abría ese número de Acéphale con un conocido artículo que bajo el rótulo de “La conjuración sagrada” declaraba una concepción activa de la religiosidad –“somos ferozmente religiosos”– y no dejaba, en el contexto que presenta, duda alguna sobre la naturaleza conjunta que la modernidad había descubierto en estas dos figuras, la del místico y la del libertino: “es necesario convertirnos en otros o dejar de ser. El mundo al que hemos pertenecido no propone nada para amar más allá de cada insuficiencia individual” (Bataille, Georges, “La conjuration sacrée” en Acéphale, op. cit., pp. 1-3).

(Este texto fue escrito para la revista Destiempos -www.destiempos.com/- y la imagen es de ROPS, F., La tentación de san Antonio, 1878, Biblioteca Real de Bruselas, Gabinete de estampas)

viernes, 18 de diciembre de 2009

La forma y la función

El axioma arquitectónico de Louis Sullivan según el cual “la forma sigue la función” encuentra ejemplos claros en nuestras propias viviendas. Digamos que normalmente escogemos la habitación menos ruidosa como dormitorio, y aquélla que más luz ofrece, como estudio. Aunque no es ésta la lectura más ortodoxa del principio, sí lo permite, incluso diríamos que nos acerca más a su lógica de base: la adecuación entre un espacio y una actividad. Saber esto nos concede la ligereza de afirmar que lo que se pretende es sin duda que el propio lugar invite al justo uso para el ha sido destinado.

Parece que el núcleo histórico de este axioma se encuentra en aquellos edificios pensados para la congregación, principalmente los templos, las iglesias. Podemos hallar a lo largo de la historia una completa adhesión de sus tipologías al rito que en ellas se desarrolla, y esto en el sentido más amplio, de manera que cuando llegamos a un ejemplo como Il Gesú, en Roma, se comprueba una curiosa variante de lo que el iniciador de la Orden de los Jesuitas, san Ignacio, llamó composición de lugar. Tanto es así que el edificio entero está pensado para transgredir el orden habitual de las cosas y entrar en un ámbito que ya no pertenece a lo terrenal. En definitiva, todo el edificio está pensado para introducir y aún envolver al visitante en otro mundo.

Desde luego esto no se limita a los ejemplos de la religión católica; en otros cultos hallaremos idéntica relación entre el espacio y su función, pues el templo, en general, implica un comportamiento. De hecho faltar al principio enunciado por Sullivan se considera un error en toda construcción. Sería un disparate, a ojos de cualquiera experto, diseñar una sala de museo donde la luz natural incida directamente en los cuadros, pues una de las primeros funciones del museo es la conservación de sus obras. La otra de esas funciones es la exhibición, algo que implica procedimientos más sutiles por parte del arquitecto, que se preguntará entonces qué es lo más propicio a la contemplación.

Como sabemos, el desarrollo de técnicas que vinculan el espacio a aquello que se espera de él ha permitido toda una psicología del lugar. Se han estudiados rectas, curvas, colores y texturas, y todo ello con vistas a facilitar, no ya una función del edificio, sino de aquel que lo visita o acaso lo habita, sea ésta la función motriz, la función digestiva o, como le cuadra a nuestro lugar, la función contemplativa. Los diseñadores se esfuerzan día tras día en provocar una reacción concreta en el visitante, y esto tanto como el habitante de su casa trata, desde luego de un modo menos espurio, de arreglarla para mayor comodidad.

En cualquier caso, si queremos centrar nuestra hipótesis hemos de volver a las tipologías de edificios religiosos. Muy probablemente lleguemos, si de verdad buscamos nuestro principio, a los monasterios benedictinos. Allá donde la conocida Regla de san Benito no sólo lo era para la vida de los monjes sino que condicionaba los espacios al punto convertirse en regla arquitectónica.

No se conservan ejemplos de los primeros monasterios benedictinos, pero sí que contamos con un enorme plano que nos da una idea de cómo eran. Se trata del plano de Saint Gall que, diseñado sobre pergamino, se encuentra, muy significativamente, en el reverso de la biografía de un santo. Como si fuera una alegoría, ese pergamino de cinco piezas, nos habla ya de los vínculos entre el lugar y la vida. La que encontramos relatada sobre este anverso es la de san Martín de Tours, cuya presencia en el pergamino nos sugiere ya la santidad vinculada al espacio, tanto como el propio nombre de su biógrafo sugiere el tipo de vida que allí se podía llevar. Se llamaba, en fin, Sulpicius Severus. De todos modos, el plano del monasterio de Saint-Gall debe darnos una idea clara de cómo era esa regla de vida: el noviciado, por ejemplo, fijémonos en él, situado entre el hospital y el cementerio, ¿es esto casual? No, no; no lo creemos.

En definitiva, es hora de enunciar abiertamente nuestro propio principio y con él comenzar: y es que la forma sigue a la función tanto como la función sigue a la forma, de manera que si fue, un modo de vida, la monacal, lo que produjo una concreta tipología arquitectónica, esta arquitectura, por fuerza, debe afectar vitalmente sobre el que reside en ella. Creer acertada tal hipótesis significaría, por ejemplo, afirmar que por mucho que el uso de un edificio se haya alterado y un templo se vea desacralizado y convertido en taberna, el vino que allí se despache no dejará de tener un cierto sabor a agua bendita o acaso a obleas. ¡Qué tontería es ésa de pensar que el hábito no hace al monje! Más bien ocurre lo contrario: el hábito es, a fin de cuentas, el monje, tanto como que uno es, o acaba siendo, lo que habitualmente hace. La vieja ley del decorum tiene aquí un alcance poco sospechado, encuentra un reflejo en la relación entre el lugar y el comportamiento –donde fueres haz lo que vieres– pues quien habita un palacio acaba comportándose como un rey, y quien se comporta de continuo como un monje, sin duda, acaba siéndolo.

sábado, 14 de noviembre de 2009

La lámpara de Marinetti

Pocos ataques tan bien llevados como aquél que D’Annunzio le espetó a Marinetti, “ese cretino fosforescente”, acaso porque sólo un cretino podría retar con fosforescencia a las estrellas tal y como éste había hecho en el primer manifiesto del futurismo. En cualquier caso lo de D’Annunzio era la respuesta al libro que Marinetti le había dedicado con intención de desacreditarlo, una bella bomba, como se diría algo más tarde, que no obtuvo el resultado deseado. Pero Marinetti sabía perfectamente que la explosión está en la base del modus operandi de la vanguardia, y fue perfeccionando su técnica.

Desde luego, el término avant-garde hace pensar en explosiones; no en vano designa la avanzadilla militar compuesta de pequeños grupos que se adelantan para penetrar en campo enemigo. Desde la mitad del siglo XIX, el término fue haciendo incursiones en terreno artístico[1], y sin duda fue Baudelaire uno de los primeros en advertirlo en expresiones como “Los poetas de combate” o “Los literatacos de vanguardia”[2]. Tal observación aparecía por primera vez en Mon coeur mis à nu, de 1864, coincidiendo con lo que muchos teóricos han entendido como punto de arranque de la vanguardia artística, el primer Salon des Refusés (1863)[3].

El carácter beligerante le caía a la vanguardia tan de cerca como a Félix Fénéon la acusación de haber participado en un atentado anarquista. El poeta Camille Mauclair o el pintor Félix Vallotton son otros casos que muestran cómo la vanguardia vio impulsado su nacimiento en una peculiar cercanía al anarquismo. “¿Qué importan unas vidas humanas si el gesto es bello?”, declaró el crítico Laurent Tailhade ante el atentado que Auguste Vaillant realizó en la Cámara de los Diputados en 1893.

Ese mismo año, Marinetti se encontraba instalado en París y, en los ratos libres que le dejaban sus estudios de leyes, se sumergía en la literatura simbolista. Marinetti estaba al tanto de lo que ocurría en el mundillo, más aún cuando las nuevas tendencias artísticas se encontraban acusadas directamente:

“La literatura decadente ha proporcionado un gran contingente al partido –escribía Marius Boisson–; estos últimos años ha habido, sobre todo entre los escritores jóvenes, un auge del anarquismo.”[4]

En aquel tiempo en que Marinetti estudiaba en París, la base de la vanguardia se situaba en el cinturón de la ciudad, en locales como el Chat Noir o Lapin Agile, donde una irrefrenable atmósfera festiva se imponía. Desde allí la vanguardia realizaba un doble movimiento: de una parte, su beligerancia no encontraba al enemigo tanto delante como detrás, pues éste quedaba localizado en los valores tradicionales, es decir, anticuados; de otra parte, la vanguardia se dirigía contra el progreso cientifista. En este aspecto bien podríamos suscribir la opinión de Sebrili de que el arte moderno se define por enfrentarse contra la modernidad[5], porque la vanguardia encontraba su principal enemigo en el racionalismo técnico al servicio de la burguesía, un pensamiento que sustituía la fe en Dios por una fe no menos profunda en la ciencia, y la idea de paraíso por aquella, siempre a punto, del futuro.

El futurismo, por tanto, vino a representar una curiosa operación de la vanguardia al sustituir su resistencia por la asimilación de la máquina y de su aceleración. Porque hasta entonces la poesía había sido inmovilidad, éxtasis y sueño, como señala el tercer punto del manifiesto, y una prueba de ello era la revista que el propio Marinetti dirigía desde aquella casa suya de Via Senato, en Milán. Es más, sólo entrar en sus habitaciones nos habría valido como prueba de la parsimonia oriental dominante a fin de siglo. La habríamos encontrado en la cabecera metálica de la cama con alambicados dibujos de inspiración vegetal, o en las dos mesitas que allí se encontraban, también de factura árabe y adornadas con incrustaciones geométricas de madreperla[6]. Colgaba de la pared una vista del Nilo –no vayamos a olvidar que Marinetti había nacido en Egipto– y en la estantería de madera noble no nos hubiera sorprendido encontrar las obras de un Pierre Loti. Tampoco la Casa Rossa, como centro de operaciones futuristas en Corso Venezia, iba a ser muy diferente en su decoración; estos dos interiores eran tan similares que los visitantes, pasado el tiempo, los confundirán. En ambos la atmósfera estaba marcada por una desbordante abundancia que permitía la abstracción tal y como Marinetti señala al comienzo de su relato sobre la fundación del futurismo:

“Avevamo vegliato tutta la notte - i miei amici ed io sotto lampade di moschea dalle cupole di ottone traforato, stellate come le nostre anime, perchè come queste irradiate dal chiuso fulgre di un cuore elettrico. Avevamo lungamente calpestata su opulenti tappeti orientali la nostra atavica accidia, discutendo davanti ai confini estremi della logica ed annerendo molta carta di frenetiche scritture.”
[7]

Sino fuera por la reacción que a continuación relata Marinetti diría que aquí huele a haschisch o a opio, esas drogas que habían ralentizado el paso en un siglo en que, como había dicho Kierkegaard, la lentitud era de por sí sospechosa[8]. El ánimo propio de esa resistencia quedaba consignado en la versión francesa del manifiesto – aquella que apareció en primer lugar en Le figaro – como una native paresse, y en esa otra versión, algo más completa, que apareció en la revista de Marinetti, Poesia, el mismo mes de febrero, como una atavica accidia. Con este término Marinetti pulía la expresión de una emoción latente, entre la tristeza y la inquietud, el pecado de los místicos que, sin poder soportar el aislamiento, veían acelerarse las imágenes mentales que albergaban: tal es el efecto de la acedia, un horror vacui irrefrenable.

En el número del octubre de 1908, Marinetti había publicado un soneto de Antonio Augusto Rubino titulado Sonetto verderana dell’accidia palustre donde el viejo vicio del desierto aparecía definido con certeza al decir: “tu ti nutri del tuo male squisito”, pues el estado de ánimo evocado por Marinetti en el arranque del futurismo, tiene la virtud de enroscarse sobre sí mismo, y sin embargo ningún otro mal tiene por efecto un estallido más violento. El aburrimiento había sido el ánimo fundamental del decadentismo, ese ennui “inconmensurable que sofoca el alma pesada de la tierra” como había escrito el propio Marinetti en La ville charnelle, un largo poema épico publicado apenas un año antes que el manifiesto[9]. Era ése el tedio que había marcado una época desde el René de Chateaubriand al Des Esseintes de Huysmans, pasando por supuesto por Leopardi o por el propio D’Annuzio del que Marinetti quería desembarazarse. Todos estos autores presentaban y representaban síntomas de acedia, especialmente cuando su literatura se dejaba llevar por inauditas fantasías.

Con todo es preciso reparar en que el propio comportamiento del ánimo, que dilata el tiempo hasta hacer del pasado, el presente y el futuro una unidad inarticulada y de por sí indiferente, tal y como habría señalado Heidegger, tiene como respuesta una violenta vertical, en la reaparición del instante. Tal instante no es otro que el del futurismo. Éste está alegorizado, en el primer manifiesto, por una vertiginosa carrera en automóvil a lo largo de la cuál Marinetti “ammazza” a varios perros (un detalle del relato que curiosamente los editores de Le Figaro decidieron omitir, pero que Marinetti recuperó en su revista Poesia) y termina, despistado por dos ciclistas (figuras de los pensamiento contradictorios) en un accidente que acaba de nuevo con la expresión: “Quel ennui! Pouah!.

Este accidente que Marinetti relata en su primer manifiesto, tuvo de hecho lugar el día 15 de octubre de 1908 en compañía de su mecánico Ettore Angelini. Podríamos conjeturar que se dirigía entonces a la villa que Mohamed El Rachi Pascià tenía junto al Sena, un verdadero oasis árabe en mitad de la ciudad de las luces. Entre el humo del incienso, con toda su atavica accidia, Marinetti vive un largo noviazgo con la hija de Mohamed El Rachi, que causalmente, mira tú, es accionista de Le Figaro.

El joven poeta, al que Tullio Pantèo, su primer biógrafo, lo había descrito en esos mismos años como un joven de mirada perdida, “el eterno enamorado de la luna y de las estrellas”[10], se pasea en góndola por el Sena con la hija del rico egipcio a pocos meses del lanzamiento violento y osado del futurismo. Los biógrafos más avisados como Agnese, no dejan de sugerir que siendo tan impulsivo, Marinetti, sólo pudo haber soportado tan largo noviazgo con vistas a ver publicado su manifiesto en Le Figaro, cosa que finalmente sucedió el 20 de febrero de 1909, que no podía sino caer en sábado. El futurismo será la vanguardia más sonada, extraña, si tenemos en cuenta que su lugar no se sitúa en el cinturón de la ciudad sino en el propio centro de una institución burguesa como era este periódico. Más llamativo aún es que no hubiera futuristas para el futurismo, todos ellos llegarían más tarde, el propio Marinetti seguiría editando una revista cuya portada a cargo del ilustrador Martini era propiamente simbolista.

Se entiende entonces que el primer manifiesto supone un verdadero volantazo en la trayectoria de Marinetti sin apenas hay señales de preludio. Diríamos que el manifiesto se manifiesta, y con ello exhibe una estrategia de multiplicación de opinión que, en realidad, no se separaba tanto del efecto multiplicador de imágenes que tiene esa accidia con la que presuntamente terminaba.

En verano de 1909 Marinetti publicó un ejemplar que su revista Poesia que comprendía cuatro números correspondientes a los meses de abril, mayo, junio y julio. El ejemplar comenzaba con una traducción al inglés de los once puntos del manifiesto y a continuación el propio Marinetti se hacía entrevistar; las páginas sucesivas recogían todo tipo de opiniones. No me deja de sorprender que la primera de estar páginas estuviera ocupada por la carta de Robert de Montesquiou, que como sabemos había inspirado el personaje de De Esseintes, el más acidioso de los decadentes. El Conde, le da la enhorabuena a Marinetti: ambos habían compartido la acedia y sólo a partir de ahora compartirían la fosforescencia.


[1] Balzac, Les Comédiens sans le savoir, 1846, p. 36: “Tout conspire pour nous. Ainsi tous ceux qui plaignent les peuples, qui braillent sur la question des prolétaires et des salaires (...) les Communistes, les Humanitaires, les philanthropes vous comprenez, tous ces gens-là sont notre avant-garde”.

[2] “Les poètes de combat. Les littérateurs d’avant-garde”. Vid. Baudelaire, C., “Mon coeur mis à nu” LXIII, en Journaux intimes, Paris: G. Crés et Cia., 1920, p. 71

[3] Shattuck, R. (1955), La época de los banquetes, Madrid: Antonio Machado, 1991, p. 35

[4] Boisson, M., Les attentats anarchistes, cit. en Shattuck, R, op. cit., p. 31.

[5] Sebreli, Juan José, Las aventuras de la vanguardia. El arte moderno contra la modernidad, Buenos Aires: Editorial sudamericana, 2000.

[6] Agnese, Gino, Marinetti, una vita esplosiva, Milano: Camunia, 1990, p. 31.

[7] La primera publicación del manifiesto apareció en francés en el diario Le Figaro con el siguiente texto: “Nous avions veillé toute la nuit, mes 
amis et moi, sous des lampes de mosquée dont les coupoles de cuivre aussi 
ajourées que notre âme avaient pourtant des cœurs électriques. Et tout 
en piétinant notre native paresse sur d'opulents tapis persans, nous avions 
discuté aux frontières extrêmes de la logique et griffé le papier de démentes 
écritures

[8] Kierkegaard, S., Sobre el concepto de ironía, Valladolid: Trotta, 2000, p. 275.

[9] Marinetti, F.T., La Ville charnelle, París: Sansot, 1908, p. 153.

[10] Pànteo, T., Il poeta Marinetti, Milano: Società Editoriale Milanese, 1908, p. 15.