viernes, 18 de diciembre de 2009

La forma y la función

El axioma arquitectónico de Louis Sullivan según el cual “la forma sigue la función” encuentra ejemplos claros en nuestras propias viviendas. Digamos que normalmente escogemos la habitación menos ruidosa como dormitorio, y aquélla que más luz ofrece, como estudio. Aunque no es ésta la lectura más ortodoxa del principio, sí lo permite, incluso diríamos que nos acerca más a su lógica de base: la adecuación entre un espacio y una actividad. Saber esto nos concede la ligereza de afirmar que lo que se pretende es sin duda que el propio lugar invite al justo uso para el ha sido destinado.

Parece que el núcleo histórico de este axioma se encuentra en aquellos edificios pensados para la congregación, principalmente los templos, las iglesias. Podemos hallar a lo largo de la historia una completa adhesión de sus tipologías al rito que en ellas se desarrolla, y esto en el sentido más amplio, de manera que cuando llegamos a un ejemplo como Il Gesú, en Roma, se comprueba una curiosa variante de lo que el iniciador de la Orden de los Jesuitas, san Ignacio, llamó composición de lugar. Tanto es así que el edificio entero está pensado para transgredir el orden habitual de las cosas y entrar en un ámbito que ya no pertenece a lo terrenal. En definitiva, todo el edificio está pensado para introducir y aún envolver al visitante en otro mundo.

Desde luego esto no se limita a los ejemplos de la religión católica; en otros cultos hallaremos idéntica relación entre el espacio y su función, pues el templo, en general, implica un comportamiento. De hecho faltar al principio enunciado por Sullivan se considera un error en toda construcción. Sería un disparate, a ojos de cualquiera experto, diseñar una sala de museo donde la luz natural incida directamente en los cuadros, pues una de las primeros funciones del museo es la conservación de sus obras. La otra de esas funciones es la exhibición, algo que implica procedimientos más sutiles por parte del arquitecto, que se preguntará entonces qué es lo más propicio a la contemplación.

Como sabemos, el desarrollo de técnicas que vinculan el espacio a aquello que se espera de él ha permitido toda una psicología del lugar. Se han estudiados rectas, curvas, colores y texturas, y todo ello con vistas a facilitar, no ya una función del edificio, sino de aquel que lo visita o acaso lo habita, sea ésta la función motriz, la función digestiva o, como le cuadra a nuestro lugar, la función contemplativa. Los diseñadores se esfuerzan día tras día en provocar una reacción concreta en el visitante, y esto tanto como el habitante de su casa trata, desde luego de un modo menos espurio, de arreglarla para mayor comodidad.

En cualquier caso, si queremos centrar nuestra hipótesis hemos de volver a las tipologías de edificios religiosos. Muy probablemente lleguemos, si de verdad buscamos nuestro principio, a los monasterios benedictinos. Allá donde la conocida Regla de san Benito no sólo lo era para la vida de los monjes sino que condicionaba los espacios al punto convertirse en regla arquitectónica.

No se conservan ejemplos de los primeros monasterios benedictinos, pero sí que contamos con un enorme plano que nos da una idea de cómo eran. Se trata del plano de Saint Gall que, diseñado sobre pergamino, se encuentra, muy significativamente, en el reverso de la biografía de un santo. Como si fuera una alegoría, ese pergamino de cinco piezas, nos habla ya de los vínculos entre el lugar y la vida. La que encontramos relatada sobre este anverso es la de san Martín de Tours, cuya presencia en el pergamino nos sugiere ya la santidad vinculada al espacio, tanto como el propio nombre de su biógrafo sugiere el tipo de vida que allí se podía llevar. Se llamaba, en fin, Sulpicius Severus. De todos modos, el plano del monasterio de Saint-Gall debe darnos una idea clara de cómo era esa regla de vida: el noviciado, por ejemplo, fijémonos en él, situado entre el hospital y el cementerio, ¿es esto casual? No, no; no lo creemos.

En definitiva, es hora de enunciar abiertamente nuestro propio principio y con él comenzar: y es que la forma sigue a la función tanto como la función sigue a la forma, de manera que si fue, un modo de vida, la monacal, lo que produjo una concreta tipología arquitectónica, esta arquitectura, por fuerza, debe afectar vitalmente sobre el que reside en ella. Creer acertada tal hipótesis significaría, por ejemplo, afirmar que por mucho que el uso de un edificio se haya alterado y un templo se vea desacralizado y convertido en taberna, el vino que allí se despache no dejará de tener un cierto sabor a agua bendita o acaso a obleas. ¡Qué tontería es ésa de pensar que el hábito no hace al monje! Más bien ocurre lo contrario: el hábito es, a fin de cuentas, el monje, tanto como que uno es, o acaba siendo, lo que habitualmente hace. La vieja ley del decorum tiene aquí un alcance poco sospechado, encuentra un reflejo en la relación entre el lugar y el comportamiento –donde fueres haz lo que vieres– pues quien habita un palacio acaba comportándose como un rey, y quien se comporta de continuo como un monje, sin duda, acaba siéndolo.

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