miércoles, 27 de enero de 2010


No habría refugios de montaña si la montaña misma no fuera de por sí un refugio. Siempre lo ha sido, al menos para los forajidos; para ellos salir fuera de la ley es adentrarse en la montaña. Si el término forajido procede de contraer la expresión fuera exido –es decir, salido fuera–, entendamos desde ahora que ese lugar del que se sale no es otro que la montaña, un refugio. Eric Hobsbawm, que estudió este asunto, señalaba que sólo por haber una ley fuera de la montaña podría haber forajidos; él hablaba de “bandidos sociales”, forajidos que lo son, de hecho, no tanto por asaltar a los viajeros en caminos remotos cuanto por saltarse una ley que no reconocen[1]. Digamos que la suya es la ley de la montaña o al menos en ella encuentra su ley refugio y aguarda a salir de entre las rocas. Y es que lo dicho en la montaña tiene siempre ese cariz iniciador que hace de los últimos los primeros y acaba por instaurar ley; todos conocemos el caso del Sinaí, pero no es el único.

En un decálogo muy distinto al que Moisés bajó de la montaña, el European Mountain Decalogue, Reinhold Messner aseguraba que “la montaña representa un válido refugio contra los desastres naturales para las áreas de llanura y para los centros urbanos”[2]. Resulta extraño que él, que fue el primero en coronar los catorce ochomiles del planeta –y que se encaró, por tanto, con frío, viento, glaciares y avalanchas–, vea la montaña como un refugio contra desastres naturales. ¿Por qué no haber mencionado otro tipo de desastres frente a lo cuales la montaña sí es naturalmente un refugio? Quizás hubiese sido mejor sencillamente decir que cuando las cosas se ponen feas la montaña puede darnos cobijo. Lo que sí subraya con total claridad Reinhold Messner son los principales valores que encuentra en la montaña: la amplitud de los espacios, el silencio y la ausencia de toda contaminación.

Resulta significativo que la antigua tradición taoísta, con sus cinco montañas sagradas, encuentre atributos muy similares al tratar de describir el Tao: “silencioso y vacío. Solitario e inmutable”[3]. Sin embargo el lazo que une el Taoísmo a la montaña contrasta con la idea de coronación como meta del alpinismo, y nada hay más lejos del adepto taoísta que la opinión del escalador Gaston Rébuffat, para quien “las montañas sólo viven por el amor de los hombres”[4]. Simon Schama recalcaba la hostilidad del Taoísmo frente a cualquier idea de triunfo sobre la montaña; aquí no se trata tanto de un lugar desde el que contemplar el panorama de la tierra sino la esencia inmaterial de su espíritu. Sólo un verdadero seguidor del Tao podría ascender a estas montañas, y únicamente por medio de la abnegación ascética. El significado de ese “ascenso” alcanza incluso a la representación de las montañas sagradas[5]; para pintarlas el taoísta debe imitar el propio ejercicio de la ascensión y quedar así absorto en la imagen, acaso como en aquel cuento chino donde un viejo pintor desaparecía dentro del paisaje que acababa de pintar[6]. Algo así debió sucederle al célebre pintor Fan Kuan, que tras haber estudiado con un reconocido maestro decidió retirarse a la soledad de las montañas con las que, según la leyenda, habría llegado a comunicarse[7].

Las imágenes de montañas creadas por los pintores del periodo Song tienen la cualidad de lo envolvente, eso es lo que estos artistas llamaron shanshui, que significa montañas-y-agua: vaporosas moles de piedra cuyo contorno nunca termina de aclararse, aparece y desaparece, como un camino sin camino que entre tanto nos va llevando consigo. La distancia que separa de estas montañas a quien las mira es mínima, la sensación es siempre la de estar envueltos en ellas. Tan dentro estamos que sus límites nos son desconocidos. El célebre poeta Su Dongpo (Su Shi) escribió a propósito de la extrañeza que puede causar esta absorción del espectador en la imagen:

Mirada de enfrente,

es una sierra interminable,

de perfil, picos escarpados

que horadan el firmamento.

Diferente el ángulo,

diferente su semblante.

Estando en la montaña de Lu Shan,

¿quién podrá conocerla de verdad?[8]

Mucho tiempo después y muy lejos de las montañas Taihang donde Fu Kuan se refugió, Cennino Cennini, en los límites de la tradición medieval occidental, aconsejaba pintar montañas copiando algunas “piedras grandes que estén como los escollos y sin limpiar”[9]. Kenneth Clark sostenía que el consejo de Cennini se debe a que, en los comienzos de su arte, el pintor trataba cosas que se pueden tocar, que se pueden coger con la mano[10]. Bien nos podemos hacer una idea entonces del tamaño al que se refería Cennini, y si damos por buena la observación de Clark convendremos en que la piedras en las que pensaba el pintor no debían ser tan grandes como para no poderse coger con una mano o, si me apuran, con las dos manos. Con esta sencilla operación, Cennini invertía las tornas, como si ahora pudiéramos coger las montañas que antes nos acogían, ¡lo inconmensurable en la palma de la mano!

Cuestión de tacto y no tanto de vista; a pesar del cambio de tamaño, tanto Fan como Cennini tocan las montañas, el italiano las envuelve y el chino se envuelve en ellas: todo lo que tocamos nos toca. Un gesto muy distinto se le atribuye a Francesco Petrarca, cuyo ascenso al Mont Ventoux se suele citar como primera muestra de la sensibilidad occidental hacia el paisaje[11]. “El Ródano estaba bajo mis ojos” dice en cierta carta. Pero el Mont Ventoux poco tendría que ver con lo que entonces contempló sino fuera porque sólo desde su cima podía apreciar Petrarca esas vistas. Qué duda cabe de que el paisaje exige una separación, una distancia, en este caso los 1.909 metros que el Mont Ventoux posee en altura. Sobre este alejamiento escribiría el filósofo George Simmel lo siguiente: “Las religiones de los tiempos antiguos me parece que manifiestan un sentimiento especialmente profundo hacia la ‘naturaleza’. Sólo la sensación específica ‘paisaje’ ha nacido posteriormente, y en verdad porque su creación exige un despegarse de aquel sentir unitario de la naturaleza en su totalidad”[12]. Simmel entendía que el hombre moderno sólo puede unir separando –individualizando y, sobre todo, individualizándose–, o despegando, como les cuadra a esos paisajes que llamamos a vista de pájaro y cuyo último apoyo son nuestras cumbres.

“¿Cuál es la montaña más cerca del cielo?”. Ésta es la pregunta que al final del antiguo monogatari de El cortador de bambú[13] hace el Emperador con la vista aguda y el tacto alerta, pero el pensamiento siempre en la luna. La hermosa Kaguyahime había ascendido hasta allí y ahora el Emperador enamoriscado no hacía más que lamentarse por su definitiva desaparición. “Dicen que la montaña está en la provincia de Suruga”, respondió uno de los ministros. Se trata del monte Fuji, donde, según este viejo cuento japonés, un mensajero del Emperador, siguiendo sus órdenes, subió y quemó la carta que Kaguyahime había dejado: “El humo ascendió entonces y cuentan que todavía sigue llegando a las nubes”.

Sube y sube el humo de la carta de Kaguyahime. Será por eso que el descenso se hace con tan pocas palabras, tocando de nuevo el suelo, con botarrones llenos de lodo y la mochila a la espalda, así como a Cézanne le gustaba cuando volvía de pintar la montaña Saint-Victoire. Las cigarras de Aix lo envolvían, bajaba fatigado pero a buen paso, parecía un forajido.


[1] Eric Hobsbwan, Bandits, New York: Pantheon, 1981; Bandidos, Barcelona: Crítica, 2001, pp. 19 y 20.

[2] Este decálogo fue presentado por Reinhold Messner en el Parlamento Europeo con motivo del año internacional de las montañas, 2002. Puede consultarse en: Bernadette McDonald (Ed.), Extreme Landscape. The Lure of mountains spaces, Washington: National Geographic Adventure Press, 2002.

[3] Lao Tse, Tao Te Ching, XXV, traducción de Carmelo Elorduy, Madrid: Tecnos, 1996.

[4] Gaston Rebuffat, La Montagne est mon domaine, París: Hoëbecke,1994 ; La montaña es mi reino, Madrid : Desnivel, 1999.

[5] Simon Schama, Landscape and Memory, New York: Random House, 1999, pp. 407 y 408.

[6] A este cuento hace referencia Walter Benjamin en “Die Mummerehlen” en “Berliner Kindheit um Neunzehnhundert” en Gesammelte Schriften –IV.1, Frankfurt: Main Suhrkamp Verlag, 1972; “La Mummerehlen” en Sobre la fotografía, Valencia: Pre-Textos, 2005, p. 58.

[7] Michael Sullivan, The Arts of China, Berkeley: University of California Press, 2000, pp. 169 y ss. Fan Kuan (c.990-1020) estudió con Li Cheng y posteriormente se recluyó en las montañas de la región de Shanxi, situada en el valle del río Amarillo, al oeste de Pekín.

[8] “Escrito en un muro del templo Xilin, montaña de Lushan” Vid. Guojian Chen, Poesía clásica china, Madrid: Cátedra, 2002, pp. 214 y 215.

[9] Cennino Cennini, Il libro dell’Arte (c. 1390), Milan: Neri Pozza, 2003, Capitolo LXXXVIII. Il modo del retratare una montagna del naturale. Se vuoi pigliare buona maniera di montagne, e che paino naturali, toglo di pietre grandi che sieno scogliose e non polite; e ritra’ne del naturale, dando i Rumi e scuro, secondo che la ragine t’acconsente”

[10] Kenneth Clark, Landscape into Art, London: John Murray, 1952, p. 11: “things which one can touch, hold in the hand”

[11] Francesco Petrarca, carta a Dionisio da Borgo San Sepolcro, Familiaris, IV, 1 (c.1350) en VV.AA., Manifiestos del humanismo, Barcelona: Península, 2000, pp. 25-35

[12] Georg Simmel, “Philosophie der Landschaft”, en Die Güldenkammer, Norddentsche Monathefte, 3, 1913; “Filosofía del paisaje” en El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, Barcelona: Península, 2001, pp. 268.

[13] El cuento del contador de bambú, edición de Kayoko Takagi, Madrid: Cátedra, 2004, pp. 239-240

jueves, 7 de enero de 2010

Lo uno o lo otro

A uno le resulta imposible la súplica de Marsias –“por qué me arrancas de mi mismo”– increíble, inaudita y hasta irreal. El despellejamiento del sátiro a manos de Apolo probablemente sea la más cruel de las escenas generadas por el pensamiento mítico griego, pero, al mismo tiempo, forma parte del ciclo de imágenes fundacionales del arte. En cada obra podría percibirse tal encuentro, porque la poética griega no concibió esta imagen como símbolo de un punto de partida, con un antes y un después, diremos, más bien, que tiene lugar en el estricto ámbito del arte, no de la historia.

Ovidio tomó esta imagen de la tradición y la concentró en una sola pregunta desgarradora. La crueldad quedaba a la vista: “la sangre fluye por todas partes, los músculos quedan al descubierto, las venas sin piel laten temblorosas, y en su pecho se podrían contar los órganos palpitantes y las entrañas que se transparentan” (Metamorfosis, VI) . Pero esta sangría obtiene de inmediato su otro significado, ése que permitirá a Herodoto localizar el nacimiento del río Marsias, el más cristalino de Frigia.

Sin embargo no es en la conversión de la sangre en agua, donde se encuentra el núcleo creativo del mito, sino en esa cuestión del todo imposible: “por qué me arrancas de mí mismo”. Antes de diferirse al nacimiento de un hermoso río, con esta pregunta el sátiro se desdobla, se vuelve dos: de una parte la piel, de otra la carne viva.

Un estudio detallado del mito, la propia genealogía de este enfrentamiento, nos revelaría que el duelo musical entre Apolo y Marsias funciona como metonimia de una extensa serie de oposiciones. Se enfrentan dos modos de habitar: el nomadismo de Marsias, el sedentarismo de Apolo. También los instrumentos en liza, el aulos y la lira, en cuyas melodías está presente la doctrina del ethos, de las cualidades y efectos morales de la música, que es capaz de actuar sobre el universo y sobre la conducta humana: la lira calma las emociones, la flauta aulos las estimula. Por tanto dos tipos de escala, dos modos: el dórico para la lira, el frigio para el aulos. En la lira sonaba Occidente, en el aulos, Oriente, y sin embargo sus melodías convivían en Grecia. Allí la pugna seguía planteada entre la lira de la polis y el aulos de los entornos rústicos; las tonadas frigias se asociaban a la voz femenina, las del dórico, a la masculina.

Pero esta dialéctica en cadena esconde una complejidad mayor. El instrumento que Marsias toca lo había inventado la diosa Atenea para remedar a la Gorgona, ese monstruo de viperina cabellera y mirada petrificante. Al soplarlo, la diosa vio que le deformaba el rostro, tanto como deformado está el rostro de la Gorgona. Se horrorizó. Lo arrojó lejos de sí. En el ademán de su diosa, era el mundo griego el que rechazaba la fealdad por vincularla al vicio; presuntamente la belleza era tenida como reflejo de la virtud. La letanía parece infinita: virtud, vicio, belleza, fealdad, dioses, monstruos. Al continuarlo ¿no encontraremos en lucha la forma y la materia? ¿No estaremos acaso ante el sucio corte entre cuerpo y pensamiento?.

La súplica de Marsias resuena con más fuerza en este punto: “por qué me arrancas de mi mismo”. Como el cuchillo de Apolo, también esa frase corta, y le da un tajo mortal al principio de identidad. Ése que asegura con vehemencia que uno es uno.

Tal corte, pues, a uno le resulta imposible, increíble, inaudito y sobretodo irreal.

A lo largo de la historia del arte, el duelo entre Apolo y Marsias ha insistido en eso que para uno no puede ser: desde el Marsias de Mirón al Marsias de Anish Kapoor, el arte mismo corta la historia: no más historia para el arte, parece indicar. Esta imagen, afilada y ya incisiva, es la expresión más clara de la aporía moderna, puesto que la propia modernidad está permanentemente fundada en la aspiración de “ser uno mismo”. El arte –corte en la historia y por tanto siempre contemporáneo, siempre ahora– pone paradójicamente en crisis este axioma, acaso intuyendo que le va en ello su supervivencia.

¿Qué otra tarea podría tener el arte sino la de sajar la realidad? Lucio Fontana insistió mucho en ello, pero no más que Günter Brus o Gina Pane. Y si me apuran: ¿en qué otra cosa se aplicó todo el realismo sino en atravesar la realidad?. En todas sus carnaciones se vendría a constatar un sutil corte, el más fino de todos, el de la perfecta mímesis donde lo que queda entre lo uno y lo otro es tan poco que resultaría absurdo referirnos a la copia o al original. Son los pinceles de Tiziano bisturís sobre el cuerpo de Marsias. Se decía que el veneciano empleaba carne humana para hacer sus colores; quizás se exagerara, pero en esa sensación adquiere vida el cuadro, tiene lugar su conmoción al tiempo que conmueve. El secreto de la mímesis ronda todo el arte y sólo quien está en la piel de Marsias es Marsias. El suyo es como el ajustado corte entre Daniel Joseph Martínez y su doble animatrónico: lágrimas en la lluvia, como decía el último replicante de Ridley Scott. Dos gotas.

Quien quiera trabajar contra la realidad debe estar fuera de su alcance. Una observación aguda que le debemos a Agustín García Calvo: no se podría efectuar ese corte desde la propia realidad, y uno, uno en cuanto persona real, está inevitablemente sometido a ella. Parece entonces que la tarea le debe corresponder a otro. Y con el incesante grito de Marsias nos encontramos ante ese otro que aparece. El sátiro –como el dios en cuyo cortejo se integra, Dioniso– es uno y otro, toda vez que se siente arrancado de sí. Del mismo modo corta el arte la realidad como si fuera una simple muselina, una delgadísima epidermis. Todo queda fuera de sí: de una parte la carne, de otra la piel. Se diría que la persona aparece si la máscara se desprende.

He aquí la primera de las obsesiones del arte contemporáneo: la máscara. Tomada por su exotismo, por su excentricidad, siempre por ese prefijo que la sitúa fuera de todo alcance. Porque introducirse en ella es salir de sí. Porque con las máscaras poner es quitar. Máscaras, entonces, como aquéllas que fascinaron a Picasso, como las Oskar Schlemmer, la mascarilla de miel y panes de oro de Joseph Beauys, máscaras mortuorias romanas. Las máscaras de Daniel Chavira son todas las máscaras de Xipe-Tótec. Aquella divinidad azteca en cuyo honor se fabricaban con la piel humana del rostro y de otras zonas del cuerpo, trajes y máscaras que los chamanes habrían de llevar durante un tiempo para luego arrancárselas. La piel viva sale de la piel muerta. Máscaras que median entre éste y el otro mundo.

Repetimos con Rimbaud, “Je est un autre”, “Je est un autre”, “Je est un autre”. Ese corte nos saca de toda lógica porque nunca se resuelve: el término persona no ha abandonado nunca su antiguo significado: máscara. Uno es otro, otro y uno. Bergman hurgó en esa herida al rodar Persona; el realizador sueco nos ponía cara a cara con el persistente fantasma de la mímesis, misteriosa y arcaica, que trasciende la simple imitación, que es un llamar a presencia lo que no puede estar presente y, sin embargo, lo está. Cuando las modelos de Jana Sterbak se paseaban a finales de los ochenta con sus trajes de carne ¿no se oía esta cantinela otra vez? I want you to feel the way I do” era el título de aquella serie. La carne, por un lado, por el otro la piel. Entre ambas el fino corte de la mímesis. “Esto es aquello” es la fórmula que Aristóteles le asignó. Uno que no es uno es su radicalización.

(Este texto fue escrito para la revista Cantártica -www.cantartica.com-.La imagen corresponde a TIZIANO, El castigo de Marsias, 1575-1576, State Museum, Kromeriz)