No habría refugios de montaña si la montaña misma no fuera de por sí un refugio. Siempre lo ha sido, al menos para los forajidos; para ellos salir fuera de la ley es adentrarse en la montaña. Si el término forajido procede de contraer la expresión fuera exido –es decir, salido fuera–, entendamos desde ahora que ese lugar del que se sale no es otro que la montaña, un refugio. Eric Hobsbawm, que estudió este asunto, señalaba que sólo por haber una ley fuera de la montaña podría haber forajidos; él hablaba de “bandidos sociales”, forajidos que lo son, de hecho, no tanto por asaltar a los viajeros en caminos remotos cuanto por saltarse una ley que no reconocen[1]. Digamos que la suya es la ley de la montaña o al menos en ella encuentra su ley refugio y aguarda a salir de entre las rocas. Y es que lo dicho en la montaña tiene siempre ese cariz iniciador que hace de los últimos los primeros y acaba por instaurar ley; todos conocemos el caso del Sinaí, pero no es el único.
En un decálogo muy distinto al que Moisés bajó de la montaña, el European Mountain Decalogue, Reinhold Messner aseguraba que “la montaña representa un válido refugio contra los desastres naturales para las áreas de llanura y para los centros urbanos”[2]. Resulta extraño que él, que fue el primero en coronar los catorce ochomiles del planeta –y que se encaró, por tanto, con frío, viento, glaciares y avalanchas–, vea la montaña como un refugio contra desastres naturales. ¿Por qué no haber mencionado otro tipo de desastres frente a lo cuales la montaña sí es naturalmente un refugio? Quizás hubiese sido mejor sencillamente decir que cuando las cosas se ponen feas la montaña puede darnos cobijo. Lo que sí subraya con total claridad Reinhold Messner son los principales valores que encuentra en la montaña: la amplitud de los espacios, el silencio y la ausencia de toda contaminación.
Resulta significativo que la antigua tradición taoísta, con sus cinco montañas sagradas, encuentre atributos muy similares al tratar de describir el Tao: “silencioso y vacío. Solitario e inmutable”[3]. Sin embargo el lazo que une el Taoísmo a la montaña contrasta con la idea de coronación como meta del alpinismo, y nada hay más lejos del adepto taoísta que la opinión del escalador Gaston Rébuffat, para quien “las montañas sólo viven por el amor de los hombres”[4]. Simon Schama recalcaba la hostilidad del Taoísmo frente a cualquier idea de triunfo sobre la montaña; aquí no se trata tanto de un lugar desde el que contemplar el panorama de la tierra sino la esencia inmaterial de su espíritu. Sólo un verdadero seguidor del Tao podría ascender a estas montañas, y únicamente por medio de la abnegación ascética. El significado de ese “ascenso” alcanza incluso a la representación de las montañas sagradas[5]; para pintarlas el taoísta debe imitar el propio ejercicio de la ascensión y quedar así absorto en la imagen, acaso como en aquel cuento chino donde un viejo pintor desaparecía dentro del paisaje que acababa de pintar[6]. Algo así debió sucederle al célebre pintor Fan Kuan, que tras haber estudiado con un reconocido maestro decidió retirarse a la soledad de las montañas con las que, según la leyenda, habría llegado a comunicarse[7].
Las imágenes de montañas creadas por los pintores del periodo Song tienen la cualidad de lo envolvente, eso es lo que estos artistas llamaron shanshui, que significa montañas-y-agua: vaporosas moles de piedra cuyo contorno nunca termina de aclararse, aparece y desaparece, como un camino sin camino que entre tanto nos va llevando consigo. La distancia que separa de estas montañas a quien las mira es mínima, la sensación es siempre la de estar envueltos en ellas. Tan dentro estamos que sus límites nos son desconocidos. El célebre poeta Su Dongpo (Su Shi) escribió a propósito de la extrañeza que puede causar esta absorción del espectador en la imagen:
Mirada de enfrente,
es una sierra interminable,
de perfil, picos escarpados
que horadan el firmamento.
Diferente el ángulo,
diferente su semblante.
Estando en la montaña de Lu Shan,
¿quién podrá conocerla de verdad?[8]
Mucho tiempo después y muy lejos de las montañas Taihang donde Fu Kuan se refugió, Cennino Cennini, en los límites de la tradición medieval occidental, aconsejaba pintar montañas copiando algunas “piedras grandes que estén como los escollos y sin limpiar”[9]. Kenneth Clark sostenía que el consejo de Cennini se debe a que, en los comienzos de su arte, el pintor trataba cosas que se pueden tocar, que se pueden coger con la mano[10]. Bien nos podemos hacer una idea entonces del tamaño al que se refería Cennini, y si damos por buena la observación de Clark convendremos en que la piedras en las que pensaba el pintor no debían ser tan grandes como para no poderse coger con una mano o, si me apuran, con las dos manos. Con esta sencilla operación, Cennini invertía las tornas, como si ahora pudiéramos coger las montañas que antes nos acogían, ¡lo inconmensurable en la palma de la mano!
Cuestión de tacto y no tanto de vista; a pesar del cambio de tamaño, tanto Fan como Cennini tocan las montañas, el italiano las envuelve y el chino se envuelve en ellas: todo lo que tocamos nos toca. Un gesto muy distinto se le atribuye a Francesco Petrarca, cuyo ascenso al Mont Ventoux se suele citar como primera muestra de la sensibilidad occidental hacia el paisaje[11]. “El Ródano estaba bajo mis ojos” dice en cierta carta. Pero el Mont Ventoux poco tendría que ver con lo que entonces contempló sino fuera porque sólo desde su cima podía apreciar Petrarca esas vistas. Qué duda cabe de que el paisaje exige una separación, una distancia, en este caso los 1.909 metros que el Mont Ventoux posee en altura. Sobre este alejamiento escribiría el filósofo George Simmel lo siguiente: “Las religiones de los tiempos antiguos me parece que manifiestan un sentimiento especialmente profundo hacia la ‘naturaleza’. Sólo la sensación específica ‘paisaje’ ha nacido posteriormente, y en verdad porque su creación exige un despegarse de aquel sentir unitario de la naturaleza en su totalidad”[12]. Simmel entendía que el hombre moderno sólo puede unir separando –individualizando y, sobre todo, individualizándose–, o despegando, como les cuadra a esos paisajes que llamamos a vista de pájaro y cuyo último apoyo son nuestras cumbres.
“¿Cuál es la montaña más cerca del cielo?”. Ésta es la pregunta que al final del antiguo monogatari de El cortador de bambú[13] hace el Emperador con la vista aguda y el tacto alerta, pero el pensamiento siempre en la luna. La hermosa Kaguyahime había ascendido hasta allí y ahora el Emperador enamoriscado no hacía más que lamentarse por su definitiva desaparición. “Dicen que la montaña está en la provincia de Suruga”, respondió uno de los ministros. Se trata del monte Fuji, donde, según este viejo cuento japonés, un mensajero del Emperador, siguiendo sus órdenes, subió y quemó la carta que Kaguyahime había dejado: “El humo ascendió entonces y cuentan que todavía sigue llegando a las nubes”.
Sube y sube el humo de la carta de Kaguyahime. Será por eso que el descenso se hace con tan pocas palabras, tocando de nuevo el suelo, con botarrones llenos de lodo y la mochila a la espalda, así como a Cézanne le gustaba cuando volvía de pintar la montaña Saint-Victoire. Las cigarras de Aix lo envolvían, bajaba fatigado pero a buen paso, parecía un forajido.
[1] Eric Hobsbwan, Bandits, New York: Pantheon, 1981; Bandidos, Barcelona: Crítica, 2001, pp. 19 y 20.
[2] Este decálogo fue presentado por Reinhold Messner en el Parlamento Europeo con motivo del año internacional de las montañas, 2002. Puede consultarse en: Bernadette McDonald (Ed.), Extreme Landscape. The Lure of mountains spaces, Washington: National Geographic Adventure Press, 2002.
[3] Lao Tse, Tao Te Ching, XXV, traducción de Carmelo Elorduy, Madrid: Tecnos, 1996.
[4] Gaston Rebuffat, La Montagne est mon domaine, París: Hoëbecke,1994 ; La montaña es mi reino, Madrid : Desnivel, 1999.
[5] Simon Schama, Landscape and Memory, New York: Random House, 1999, pp. 407 y 408.
[6] A este cuento hace referencia Walter Benjamin en “Die Mummerehlen” en “Berliner Kindheit um Neunzehnhundert” en Gesammelte Schriften –IV.1, Frankfurt: Main Suhrkamp Verlag, 1972; “La Mummerehlen” en Sobre la fotografía, Valencia: Pre-Textos, 2005, p. 58.
[7] Michael Sullivan, The Arts of China, Berkeley: University of California Press, 2000, pp. 169 y ss. Fan Kuan (c.990-1020) estudió con Li Cheng y posteriormente se recluyó en las montañas de la región de Shanxi, situada en el valle del río Amarillo, al oeste de Pekín.
[8] “Escrito en un muro del templo Xilin, montaña de Lushan” Vid. Guojian Chen, Poesía clásica china, Madrid: Cátedra, 2002, pp. 214 y 215.
[9] Cennino Cennini, Il libro dell’Arte (c. 1390), Milan: Neri Pozza, 2003, Capitolo LXXXVIII. Il modo del retratare una montagna del naturale. Se vuoi pigliare buona maniera di montagne, e che paino naturali, toglo di pietre grandi che sieno scogliose e non polite; e ritra’ne del naturale, dando i Rumi e scuro, secondo che la ragine t’acconsente”
[10] Kenneth Clark, Landscape into Art, London: John Murray, 1952, p. 11: “things which one can touch, hold in the hand”
[11] Francesco Petrarca, carta a Dionisio da Borgo San Sepolcro, Familiaris, IV, 1 (c.1350) en VV.AA., Manifiestos del humanismo, Barcelona: Península, 2000, pp. 25-35
[12] Georg Simmel, “Philosophie der Landschaft”, en Die Güldenkammer, Norddentsche Monathefte, 3, 1913; “Filosofía del paisaje” en El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, Barcelona: Península, 2001, pp. 268.
[13] El cuento del contador de bambú, edición de Kayoko Takagi, Madrid: Cátedra, 2004, pp. 239-240
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