sábado, 1 de agosto de 2009

Roma ausente



Si se toma desde la Plaza de San Pietro in Montorio, ahí donde se encuentra la Real Academia de España, Roma ofrece la ilusión de ser abarcable de un golpe de vista. Por mucho que se sepa que tras los pinos de la passeggiata del Gianicolo continúa la ciudad como continúa más allá de Villa Borghese, es inevitable pasarlo por alto ante la sola idea de una Roma completa bajo los ojos, y quedarse maravillado como Stendhal: “ante mi vista se extiende toda la Roma antigua y moderna”[1].

Así recogida, con los montes Albano y Terminillo cerrando el marco al fondo, Roma se ve bien clara, sin embargo su plano está tejido de argucias y acabará por engañarnos. Introducirse en él era un ejercicio único para la imaginación, y quizás aún lo sea: no se puede pasear por Roma sin tratar de hacerse una idea de lo que fue, al encontrarse con sus edificios emblemáticos, desde el Panteón a San Pedro, o simplemente al cruzarse con una antigua columna empotrada en un paramento. Y es que reconstruir la Urbe ha sido una obsesión moderna que ha ocupado tanto a arqueólogos como a sencillos paseantes.

Leyendo a Stendhal es fácil suponer que a la Ciudad Eterna le fuera reservado un lugar preeminente en la formación de una cultura del paseo. A través de las passeggiate, el viajero europeo se vio expuesto a un intenso entrenamiento de la percepción mientras cumplía con el último tramo de su formación en el Grand Tour. De modo que lo que este viajero se llevaba a casa era algo más que vedute y vasijas, porque en Roma se adquirían además habilidades y desde luego se pretendía desarrollar una sensibilidad hacia el arte y hacia el paso del tiempo. Aquí se podía aprender a caminar por lo remoto tal y como Stendhal señalaba en sus Paseos por Roma:

“Este apacible gorjeo de los pájaros, que resuenan débilmente en el vasto edificio, y, de cuando en cuando, el profundo silencio que lo reemplaza, ayudan sin duda a la imaginación a remontarse a los tiempos antiguos. Se llega a los más vivos goces que la memoria puede procurar. Esta ensoñación, que yo alabo al lector y que acaso le parecerá ridícula,

Cèst le sombre plaisir d’un coeur mélancolique.

LA FONTAINE

A decir verdad, éste es el único gran placer que se goza en Roma”[2].

Esa costumbre del paseo ensoñado anduvo con Rousseau por el Lago Bienne de Suiza, deambuló por la pintura de paisaje en los Salones de Diderot y posiblemente entrara en la ciudad por la Via Flamminia. Podríamos relacionarla con lo que en Francia se comenzó a imponer en el siglo XVIII por motivos de moda y salud: paseos que servían para el buen asueto, para al ejercicio y la conversación, las promenades publiques. Pero Roma no parecía dispuesta para ese tipo de prácticas, y aunque sí había algunas tímidas alberate (caminos arbolados) por las que pasear –especialmente en la zona de Trinità al Monte[3]– los viajeros ilustrados repararon inmediatamente en la falta de estos espacios públicos y su creación fue una de las primeras decisiones del gobierno napoleónico de 1809. Es cierto que también se solía acudir al Campo Vaccino para airearse y garbear entre las ruinas semi-hundidas del arco de Septimio Severo y el Coliseo, pero la ciudad en sí no tenía un plano en absoluto dispuesto para desarrollar este tipo de actividades dominicales o vespertinas que, según los teóricos franceses, servirían no sólo a la salud de los buenos ciudadanos sino también para saludarse fuera del ámbito laboral. Nuestro ilustrado Moratín observó esta carencia con desagrado, “es muy notable la falta de paseos públicos: Campo Vaccino y los altos de Santa María y San Juan de Letrán no son más que descampados tristes”, decía[4]. De modo que frente a las aspiraciones ilustradas, Roma dejaba mucho que desear, y más bien, si nos decidiéramos a buscar en esta ciudad el germen de un pasear, nos encontraríamos con aquello que se llamó la flanerie, esa costumbre del paseo lento y sin dirección precisa que acababa por hacer de itinerarios marañas.

Naturalemente la flanerie, que cumplirá con un papel importante no sólo literario sino en la formación de una cierta sensibilidad enlazada a la modernidad, se ha tomado como propiamente francesa y desarrollada a lo largo del siglo XIX. Además, estando entonces París y Roma en circunstancias tan distintas, siendo aquélla la ciudad de las luces y ésta más bien de aspecto ennegrecido, como testimoniaron numerosos viajeros, la sugerencia resultará extraña. Y sin embargo, por un momento, Walter Benjamin, que se dedicó profundamente al tema, tuvo la duda:

“París creó el tipo del flâneur. Lo raro es que no fuera Roma. ¿Por qué? ¿Acaso los sueños no discurren en Roma por calles bien dispuestas? ¿Acaso la ciudad no está demasiado llena de templos, plazas recoletas y santuarios nacionales como para que, indivisa, pueda ingresar en el sueño del paseante con cada adoquín, cada letrero comercial, cada escalón y cada portal?”[5].

Esta pregunta sería zanjada por el propio filósofo de manera algo precipitada, refiriéndose al carácter de los romanos, algo que en última instancia parece sostenerse sobre la idea de que el flâneur ha de ser autóctono. No se negará aquí que lo que caracteriza su relación con la ciudad es una mezcla de familiaridad y extrañeza, pero sí que una práctica como ésta sea producto espontáneo y vinculado a una sola ciudad europea, bien sabemos que el Londres descrito por Poe en El hombre de la multitud o el Berlín de E.T.A. Hoffmann en La atalaya del primo, son ciudades para una temprana flanerie, pero ¿no podría haber aprendido el europeo a vagar por la ciudad en los rioni de Roma?

Lo cierto es que se presta a tal enseñanza. Comencemos por dar unas notas sobre la propia experiencia de pasear por ella y decir que Roma confunde desde su propia delimitación; si uno está fuera o dentro de la ciudad, en el centro o en los arrabales, es algo a veces difícil de discernir. No hace falta andar por el Testaccio o por la via Appia Antica, basta con subir una noche al Capitolio y mirar desde allí el Foro, ese enorme espacio vacío de luz eléctrica que una vez estuvo ocupado por el suburbio del campo Vaccino y que hoy es el más ausente de los centros del mundo, tal como nos aseguraba Pratesi, “el corazón de la ciudad antigua es precisamente el lugar roto de Roma”[6]. La propia etimología de una palabra, foro, tanto vinculada al centro como al a-fuera, deja a la vista la paradoja de la Roma moderna. Ésta quizás proceda de su convivencia con la capital del Imperio y la ciudad Papal, las dos predecesoras con las que la Terza Roma se vería, por persistencia o arqueología, compartiendo el mismo territorio. La primera se extendía desde el Campidoglio, la segunda desde el Vaticano, la tercera lo intentó desde Piazza Colonna, allá donde se dispuso a finales del siglo XIX la sede del Gobierno de la joven nación italiana. Finalmente, Roma ha resultado ser, como ha dicho Quilici, “una capitale senza centro[7].

Pero esta mezcla y confusión encuentra en Roma también una curiosa dimensión temporal. Una superposición del actual aspecto de la ciudad y el plano de Nolli, de 1748, nos permitiría comprender el modo en que la Roma moderna decidió relacionarse con sus predecesoras, esto es creando precisamente una gran via Nazionale que comunicaba directamente la novísima estación ferroviaria con las excavaciones arqueológicas de los Foros imperiales. Así fue como la modernidad llegó a Roma mirando hacia atrás, y así se comprende aquello que dijo James Joyce, que esta Roma moderna le recordaba a “alguien que vive de exhibir a los viajeros el cadáver de su abuela”[8].

Al contrario de lo que cabría esperar, la modernidad ha mantenido una relación intensa con la muerte y su fascinación por las ruinas es prueba de ello, pues a la vista están las aglomeraciones que se dan en aquellos lugares que las poseen. La ruina cobra con la modernidad una cualidad magnética, de modo que no nos extrañará encontrar en un escritor como Dickens la afirmación de que el Coliseo en su estado original nunca podría haber causado tanta impresión como ruina del Coliseo[9]. La ruina cuenta entonces con un suplemento, algo añadido que no poseía al principio, algo que oscila entre la memoria y el olvido, y que, como subrayaba Dickens, fortalece de algún modo aunque visiblemente debilite. Roma, ya se sabe, es principal en este punto: “en pocas ciudades –escribía Carlos Reyero– se sufre de manera tan dramática como fascinante la conciencia del paso del tiempo, de la destrucción y de la resistencia a desaparecer”[10]. Entre la presencia y la ausencia tiene lugar esta ciudad que si vive de lo muerto con ello no hace sino insuflarle vida, aunque jamás se consiga sacar del coma a esa Roma soñada.

Estas delimitaciones vagas entre centro y fuera, entre lo pasado y lo presente, denotan un modo particular de cruzar las coordenadas tiempo/espacio que permea no sólo los planos sino toda la piedra de esta ciudad, ¿sería demasiado sugerir que forma parte de su atmósfera? Esta relación entre el tiempo y el espacio la impregna de forma sutil, ofreciéndose al tacto, al oído, al olfato, permitiéndonos sentir cómo el tiempo se ralentiza y acelera según la calle por la que caminamos. Si se quisiera reflexionar sobre los valores de la lentitud, Roma sería el punto de partida, como ha mostrado el Grupo Stalker/Osservatorio Nomade proponiendo aquí un itinerario de la lentezza[11].

Quizás sea que Roma no sólo esconde bajo el pavimento los restos de una civilización sumergida sino que en su propia atmósfera guarda el secreto de un tempo que ya no es el nuestro y que sin embargo aquí nos envuelve. No por casualidad María Zambrano, sentada en el Café Greco escribía sobre el tiempo: “avanza en espiral; volviendo atrás, recogiendo, integrando. No corre en línea recta, ni en sentido único, irreversible. El tiempo es, en cierto modo, reversible”[12].

Si nos encontramos en Roma con un curioso laberinto donde uno se extravía con llamativa facilidad, hemos de saber que en todo extravío se da una confrontación que nos fuerza a trazar de nuevo las coordenadas. En esta pugna por la orientación que es la pérdida, se adquiere un estado de conciencia particular debido a la propia necesidad de ampliar nuestro registro espacial y reubicarnos[13]. En definitiva, perderse vale para el encuentro. Y acaso podríamos también aplicarle esto al tiempo …, desde luego Roma y en general todo el sur de Italia ha sabido posicionar en buen lugar la expresión “perder el tiempo” a través del dolce far niente.

Quizás sorprenda el papel que le toca jugar a este far niente en relación con una modernidad atragantada de velocidad, pero lo cierto es que esa modernidad también es la cicatriz de su resistencia, y desde esta resistencia habremos abordar el problema planteado a vuelapluma por Walter Benjamin, el de Roma y el flâneur.

Fue a comienzos del siglo XIX cuando se empezó a utilizar en París el verbo flâner para designar una forma de pasar el tiempo en la ciudad[14]. La definición que entonces se le dio al verbo indica esta forma de tomar la relación tiempo/espacio: “aller da côte et d’autre en perdant son temps[15], explica un diccionario de 1880. Las acepciones eran tres: pasear lentamente y sin rumbo, dejar libre la imaginación y divagar, y por último, sencillamente perder el tiempo, “se complaire dans le farniente”. A pesar de que esta última palabra, farniente, hace pasar el significado por Italia, el término fue inmediatamente identificado con un fenómeno estrictamente moderno y parisino, hasta el punto de declarar Victor Hugo aquello de que “errer est humain. Flâner est parisien”[16].

La flanerie ha sido interpretada en relación con la masificación de los espacios públicos en una ciudad que fomentaba, con una intensidad sin precedentes, el tránsito de personas y mercancías. Pero en este entorno, el flâneur era un elemento de resistencia que se infiltraba en la multitud sin ser del todo parte de ella, para observar el vertiginoso ciclo de renovación –demolición y construcción– que la modernidad imponía a la ciudad. Nada tenía que ver entonces el flâneur con aquel saludable paseante de las promenade publiques o las alberate. Porque entre un tipo de paseante y el otro se trataban dos formas de enfrentar la relación entre lo público y lo privado. El flâneur contaba con un parapeto de ensimismamiento que le permitía una experiencia siempre íntima entre las paredes del lugar público. Por lo demás tenía muy poco de aquel satisfecho saludo del promeneur, se relacionaba más bien con un spleen proveniente de su especial sensibilidad al cambio: “París change! Mais rien dans ma mélancolie” escribiría Baudelaire[17] en un momento en que se enterraba bajo los grandes bulevares el viejo trazado urbano de calles angostas y plazas recoletas.

Como la poesía de Baudelaire, la mirada que lanza el flâneur alegoriza cuanto ve, de suerte que cada objeto remite a otro lugar, así es que en la novedad siempre entreve un desplazamiento. Benjamin, que aspiraba a reactivar la radicalidad de esta mirada, entendió que su potencial se hallaba en la capacidad para leer lo que no está escrito: en cada objeto encontrado el flâneur podía leer lo ausente. Benjamin explicaba que “las alegorías son en el reino de los pensamientos lo que las ruinas en el reino de las cosas”[18], y precisamente eran ruinas lo que el flâneur se iba encontrando por la ciudad, ruinas inesperadas que no cuentan más que la ausencia, una ausencia como aquélla que se habría encontrado el peregrino de Quevedo: “Buscas en Roma a Roma ¡oh peregrino! / Y en Roma misma a Roma no la hallas”, un soneto cuyo último terceto viene además muy al caso:

¡Oh, Roma! En tu grandeza, en tu hermosura,

huyó lo que era firme, y solamente

lo fugitivo permanece y dura.[19]


Roma, siempre ausente de ella misma, sólo podría aspirar a ser un objeto encontrado, y no es extraño que un pensador como Benjamin, tan interesado como estaba en ver cuánto de vivo hay en lo muerto, le prestara esa atención. En otro lugar daba una idea de lo que se podría haber esperado de Roma:

“La historia”, escribía Benjamin, “es objeto de una construcción cuyo lugar no es el tiempo homogéneo y vacío, sino el que está lleno de ‘tiempo de ahora’. Así, para Robespierre, la antigua Roma era un pasado cargado de ‘tiempo de ahora’, que él hacía saltar del continuum de la historia. La Revolución francesa se entendía así misma como un retorno de Roma”[20].

Con este “tiempo de ahora” se propone un tipo de temporalidad no lineal, sino siempre abierta a la posibilidad de actualizar algo perdido de lo cual, por ahora, sólo conocemos su ausencia. Ésa es la temporalidad en la que el flâneur se desenvuelve. Quizás esa ausencia sólo encuentre lectura en una tensión permanente entre lo prehistórico y lo histórico, una tensión que tiene lugar bajo la gruesa pátina académica que se acumula en Roma, esta ciudad a la que si le dicen “eterna” será quizás por estar perdida desde siempre. Y ahora, cómo dar con lo perdido sino es perdiéndose, tal y como aprendimos a hacer en Roma.


[1] STENDHAL, Vida de Henry Brulard, Madrid: Alianza, 1975, p. 22.

[2] STENDHAL, Paseos por Roma, 17 de agosto de 1827, Madrid: Alianza, 2007, pp. 57 y 58.

[3] CREMONA, Alessandro, PICCININNI, Renata, Il Pincio e l’origine delle Passeggiate Pubbliche a Roma, Roma: Fratelli Palombi Editore, 1994, p. 8.

[4] FERNÁNDEZ DE MORATÍN, Leandro, Viaje de Italia en Obras póstumas de D. Leandro Fernández de Mortín, T.I., Madrid: Rivadneyra, 1867, p. 417.

[5] BENJAMIN, Walter, Libro de los Pasajes, [M 1, 4], Madrid: Akal, 2005, p. 422.

[6] La cita corresponde a la intervención de Ludovico Pratesi en el Convegno Internacional Oggi è Sempre. Contributti della città eterna all’arte Contemporanea”, que tuvo lugar en la Real Academia de España en Roma los días 22, 23 y 24 de abril de 2009.

[7] QUILICI, Viere, Roma capitale senza centro, Roma: Officina, 2007, pp. 12-19.

[8] JOYCE, James, carta a Stanislaus Joyce desde Roma de fecha 25 de septiembre de 1906, en Letters. Vol. I & II. Ed. R. Ellmann. New York: Viking, 1966,

[9] DICKENS, Charles., Pictures from Italy, Boston: Houghton, Mifflin and Co., c. 1877, pp. 112-113: “Never, in its bloodiest prime, can the sight of the gigantic Coliseum, full and running over with the lustiest life, have moves one heart, as it must move all who look upon it now, a ruin. GOD be thanked: a ruin!”.

[10] REYERO, C., “El cadáver exquisito: el desnudo y la muerte en las pinturas de la Academia de Roma (1873-1903)”, en AA.VV., Roma y el ideal académico, Cat. Exp. Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, 9 de septiembre al 15 de octubre, 1992, p. 59

[11] Sobre esta jornada de la Lentezza en Roma se puede consultar la página web http://slowintercity.ning.com.

[12] ZAMBRANO, M., Fragmentos de los Cuadernos del Café Greco, Roma: Instituto Cervantes, 2004.

[13] LA CECLA, F., Perdersi, l’uomo senza ambiente, 1988, pp. 9 y ss.

[14] El verbo provenía del dialécto normando, y éste a su ve del antiguo escandinavo flana, que se refería a la acción de correr de acá para allá.

[15] BESCHERELLE, H., Dictionnaire clasique de la langue française, París: Bloud et Barral, 1880

[16] Les Misérables, T. III, París: Pagnerre, 1862, p. 780.

[17] Le Cigne, II, en Les Fleurs du mal, París: Poulet-Malassis et De Broise, 1857.

[18] El origen del “ Trauespiel” alemán en Obras, libro I/Vol.1, Madrid: Abada, 2006, p. 396.

[19] Antología poética (selección y prólogo de Jorge Luis Borges), Madrid: Alianza, 1998, p. 72.

[20] Tesis sobre el concepto de historia, XIV, en en La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia, Santiago de Chile: ARCIS-LOM, 1997, p. 61.