lunes, 21 de diciembre de 2009

Santo y libertino. Argumentos para mi propia defensa


La modernidad como “época del infierno”, en expresión de Walter Benjamin, revela en su base una contradicción en la cuál “lo novísimo permanece siendo en todo punto siempre lo mismo”[1]. Toda investigación sobre el tedio parece dirigirse a ese punto, sin embargo, llegar hasta él, como bien sugirió el crítico alemán, pasa por preguntarse por la noción de infierno. Pero a poco que nos acerquemos a sus brasas, el infierno, especialmente en un siglo de combustiones como es el XIX, manifiesta una ambigüedad que es propia de lo sagrado. La fascinación que suscitó en el siglo todo lo relativo al infierno, lo demoníaco, lo satánico, esa atracción no se entiende sin su repulsión. Esta ambigüedad entonces nos parecerá sencilla de abordar desde su matriz, ahí donde aparecen a una el amor el religioso siente por lo sagrado y el temor que le profesa.

Ciertamente en lo sagrado aparece una curiosa conjunción entre la prohibición y el deseo de permiso. Este esquema, sin embargo, corre parejo a otro, en el fondo bien distinto, en el que la prohibición se revela junto a las ganas de transgredirla. Lo que hay de común en ambos casos parece ser una imposición de lejanía: lo sagrado da respeto, no se toca; se caracteriza, en primer lugar, por estar alejado de todo lo que es de uso cotidiano, de todo lo profano. Desigualdad que hace de lo sagrado algo que excluye y separa, pero sobre todo algo temible y, al mismo tiempo, fascinante. Tal ambigüedad engloba en este punto a lo diabólico como aquello que divide[2] y, así separado clūsus–, designa lo otro por antonomasia: una piedra o un árbol, cualquier objeto, cuando sobre él tiene lugar la hierofanía, la manifestación de lo sagrado, pasa a ser otro distinto de sí mismo[3].

Ahora bien, esta lejanía, inherente a lo sagrado, sólo se salva con la licencia de la consagración, y, cualquier intento de traspasar lo que de ello nos separa, por vía distinta a la consagración, es una profanación. Tomar contacto de este otro modo tiene la funesta consecuencia de la mácula: mancillar lo sagrado, no es tan sólo ensuciarlo sino ensuciarse. Que la Antigüedad haya utilizado el término γιος (hagios) tanto para designar lo santo como lo manchado, o sacer, para lo maldito y lo sagrado[4], no hace sino manifestar una estructura presente en las más diversas culturas y épocas. También la modernidad tuvo que encararse con ello, aunque lo hiciera a tientas, desde una ceguera causada por la intensa luz de la Ilustración. Movidas por el soplido de lo moderno, las cenizas de la religiosidad ya no tendían altares firmes donde posarse, y sin embargo fueron esparciéndose por la cultura del siglo XIX europeo, con este mismo movimiento contrario, sigilosamente en su vaivén, mezclándose con los humos, los gases y vapores de la metrópoli.

La presunta irreligiosidad del proyecto moderno, que reemplazaba a la eternidad celeste por un tiempo que no existe (el futuro)[5], ocultó lo sagrado entre tinieblas. Allá trataron de acceder por una u otra vía hombres como Piranesi, Sade o Goya, y el resultado parece haber sido el hallazgo de esa aporía de lo sagrado que, años más tarde y en clara conexión genealógica, llevaría a Bataille a identificar el éxtasis religioso en la más cruel de la imágenes[6].

En el origen de esta sensibilidad, la figura del libertino coincide con la del santo, tal como las fantasías de Sade en prisión son equiparables a las del eremita religioso[7]. No es extraño que a menudo las escenas lujuriosas del divino marqués se desarrollen en monasterios; otras obras de la época, como The Monk de Mathew Lewis (1796), no hacen sino incidir en la idea de que el diablo ronda lo sagrado, del mismo modo que en la historia de san Antonio Abad queda patente que sólo donde hay tentación hay santidad.

Estos dos solitarios anhelan una unión con la totalidad. Como el libertino, que carece de toda mesura[8], en el celibato religioso se manifiesta la aspiración a una unión con el todo y el místico no le ve sentido alguno a privatizar el amor como hace el siglo, a través del matrimonio. Porque Dios es el amante más compartido, y en la unión con Él desaparece cualquier atisbo de subjetividad: “vivo sin vivir en mí” es la expresión de un abandono de sí mismo en la cópula con el todo que Dios es. De igual manera derrama el libertino el humo del incienso al pie del altar –metáfora acostumbrada en las novelas de Sade– sin ánimo alguno de utilidad o reproducción, así se disemina en una pasión que no tiene límite ni objeto, que lo deja totalmente fuera de sí.

Ni para el libertino ni para el místico hay progreso en un sentido ilustrado. Ambas figuras desarrollan su actividad (o ausencia de ella) en una temporalidad que no avanza linealmente sino que insiste en el instante, siempre en el mismo instante que no pertenece ni al pasado ni al futuro. Sólo en ese instante –el del éxtasis– podría encontrar lugar la eternidad tal como el místico y el libertino se acercan a concebirla. No hay en ellos otro deseo que el de su repetición, una y otra vez, tan grande es el placer, tan pleno el éxtasis. La abstinencia del religioso está dirigida a esta exhuberancia de lo divino, el santo es aquél que está dispuesto a una renuncia absoluta de sí mismo para alcanzar lo absoluto en la alteridad, ése que desea con un ardor sin igual la hierofanía sobre sí, que anhela dejar de ser lo que es, que busca romper con el orden ontológico habitual.

El artículo que Pierre Klossowski publicó sobre Sade en el primer número de Acéphale[9] da a entender que es el deseo mismo el que funda esta otra dimensión. Porque la felicidad sadista se encuentra, según señalaba allí Klossowski, en “el deseo de quebrar los frenos que se oponen al deseo”, de manera que la distancia con el objeto deseado se multiplica, y es en la ausencia de lo que se desea donde el libertino encuentra la plenitud del desear, es decir, prolonga esta felicidad en una repetición del instante de deseo. La conciencia sadista se encuentra entonces frente a la eternidad de la que abjura mediante un ultraje: “dejar de ser individuo para totalizar inmediata y simultáneamente todo lo que contiene la Naturaleza”. Ciertamente, en su confinamiento, Sade experimentaba el dolor de una naturaleza no saciada, pero por ello mismo su imaginación le da acceso a la sensación de infinito. La única cláusula de esta sensación sigue siendo la reserva, la abstención y la clausura, tanto como que es la seducción una multiplicación infinita de posibilidades, siempre y cuando permanezcan así, en suspenso, sin cumplimiento.



[1] Benjamin, Walter, Libro de los pasajes [S 1,5], Madrid: Akal, 2005, pp. 558-559. El término modernidad, como gesto de oposición a lo viejo, al ser empleado para designar un periodo histórico, se encuentra, en nuestro idioma, con el riesgo de ser confuso puesto que al periodo posterior al Medievo lo hemos catalogado como Edad Moderna. Nosotros utilizaremos el término modernidad para referirnos a la época de aparición de la metrópoli tal y como hoy la conocemos. Nuestro principal marco cronológico cubrirá el siglo XIX y principios del XX, con especial atención al periodo que cubre los años 1857, año de publicación de Madame Bovary, y 1905, en que se muestran por vez primera la pintura fauve.

[2] Efectivamente la etimología del término diablo, del griego διάβολος nos remite a lo divisor.

[3] Eliade, Mircea (1957), Lo sagrado y lo profano, Madrid: Paidós Orientalia, 1998, p. 15.

[4] Vid. Caillois Roger, (1939) El hombre y lo sagrado, traducción de Juan José Domenchina, México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 29.

[5] Paz, Octavio (1974), Los hijos del Limo. Del Romanticismo a la Vanguardia, Barcelona: Seix Barral, 1993, p. 55.

[6] Las fotografías que George Bataille poseía desde 1925 y que muestran el suplicio chino Leng-Tché o de los Cien pedazos. Bataille, Georges (1961), Las lágrimas de Eros, traducción de David Fernández, Barcelona: Tusquets, 1997, pp. 247-250.

[7] El parentesco entre el libertino y el místico ha sido estudiado y desarrollado por Maffesoli, Michel (1985), De la orgía. Una aproximación sociológica, Madrid: Ariel, 1996.

[8] Aún desde el punto de vista de barthes, que explica el subraya orden lingüístico en el código erótico de Sade, el lenguaje está llamado a “concebir lo inconcebible”, vid. barthes, Roland (1971), Sade, Fourier, Loyola, traducción de Alicia Martorell, Madrid: Cátedra, 1997, pp. 25-49.

[9] Klossowski, Pierre, “Le monstre” en Acéphale, núm. 1, 24 de junio de 1936, pp. 3 y 4, traducción de Margarita Martínez, Buenos Aires: Caja negra, 2005. Georges Bataille abría ese número de Acéphale con un conocido artículo que bajo el rótulo de “La conjuración sagrada” declaraba una concepción activa de la religiosidad –“somos ferozmente religiosos”– y no dejaba, en el contexto que presenta, duda alguna sobre la naturaleza conjunta que la modernidad había descubierto en estas dos figuras, la del místico y la del libertino: “es necesario convertirnos en otros o dejar de ser. El mundo al que hemos pertenecido no propone nada para amar más allá de cada insuficiencia individual” (Bataille, Georges, “La conjuration sacrée” en Acéphale, op. cit., pp. 1-3).

(Este texto fue escrito para la revista Destiempos -www.destiempos.com/- y la imagen es de ROPS, F., La tentación de san Antonio, 1878, Biblioteca Real de Bruselas, Gabinete de estampas)

viernes, 18 de diciembre de 2009

La forma y la función

El axioma arquitectónico de Louis Sullivan según el cual “la forma sigue la función” encuentra ejemplos claros en nuestras propias viviendas. Digamos que normalmente escogemos la habitación menos ruidosa como dormitorio, y aquélla que más luz ofrece, como estudio. Aunque no es ésta la lectura más ortodoxa del principio, sí lo permite, incluso diríamos que nos acerca más a su lógica de base: la adecuación entre un espacio y una actividad. Saber esto nos concede la ligereza de afirmar que lo que se pretende es sin duda que el propio lugar invite al justo uso para el ha sido destinado.

Parece que el núcleo histórico de este axioma se encuentra en aquellos edificios pensados para la congregación, principalmente los templos, las iglesias. Podemos hallar a lo largo de la historia una completa adhesión de sus tipologías al rito que en ellas se desarrolla, y esto en el sentido más amplio, de manera que cuando llegamos a un ejemplo como Il Gesú, en Roma, se comprueba una curiosa variante de lo que el iniciador de la Orden de los Jesuitas, san Ignacio, llamó composición de lugar. Tanto es así que el edificio entero está pensado para transgredir el orden habitual de las cosas y entrar en un ámbito que ya no pertenece a lo terrenal. En definitiva, todo el edificio está pensado para introducir y aún envolver al visitante en otro mundo.

Desde luego esto no se limita a los ejemplos de la religión católica; en otros cultos hallaremos idéntica relación entre el espacio y su función, pues el templo, en general, implica un comportamiento. De hecho faltar al principio enunciado por Sullivan se considera un error en toda construcción. Sería un disparate, a ojos de cualquiera experto, diseñar una sala de museo donde la luz natural incida directamente en los cuadros, pues una de las primeros funciones del museo es la conservación de sus obras. La otra de esas funciones es la exhibición, algo que implica procedimientos más sutiles por parte del arquitecto, que se preguntará entonces qué es lo más propicio a la contemplación.

Como sabemos, el desarrollo de técnicas que vinculan el espacio a aquello que se espera de él ha permitido toda una psicología del lugar. Se han estudiados rectas, curvas, colores y texturas, y todo ello con vistas a facilitar, no ya una función del edificio, sino de aquel que lo visita o acaso lo habita, sea ésta la función motriz, la función digestiva o, como le cuadra a nuestro lugar, la función contemplativa. Los diseñadores se esfuerzan día tras día en provocar una reacción concreta en el visitante, y esto tanto como el habitante de su casa trata, desde luego de un modo menos espurio, de arreglarla para mayor comodidad.

En cualquier caso, si queremos centrar nuestra hipótesis hemos de volver a las tipologías de edificios religiosos. Muy probablemente lleguemos, si de verdad buscamos nuestro principio, a los monasterios benedictinos. Allá donde la conocida Regla de san Benito no sólo lo era para la vida de los monjes sino que condicionaba los espacios al punto convertirse en regla arquitectónica.

No se conservan ejemplos de los primeros monasterios benedictinos, pero sí que contamos con un enorme plano que nos da una idea de cómo eran. Se trata del plano de Saint Gall que, diseñado sobre pergamino, se encuentra, muy significativamente, en el reverso de la biografía de un santo. Como si fuera una alegoría, ese pergamino de cinco piezas, nos habla ya de los vínculos entre el lugar y la vida. La que encontramos relatada sobre este anverso es la de san Martín de Tours, cuya presencia en el pergamino nos sugiere ya la santidad vinculada al espacio, tanto como el propio nombre de su biógrafo sugiere el tipo de vida que allí se podía llevar. Se llamaba, en fin, Sulpicius Severus. De todos modos, el plano del monasterio de Saint-Gall debe darnos una idea clara de cómo era esa regla de vida: el noviciado, por ejemplo, fijémonos en él, situado entre el hospital y el cementerio, ¿es esto casual? No, no; no lo creemos.

En definitiva, es hora de enunciar abiertamente nuestro propio principio y con él comenzar: y es que la forma sigue a la función tanto como la función sigue a la forma, de manera que si fue, un modo de vida, la monacal, lo que produjo una concreta tipología arquitectónica, esta arquitectura, por fuerza, debe afectar vitalmente sobre el que reside en ella. Creer acertada tal hipótesis significaría, por ejemplo, afirmar que por mucho que el uso de un edificio se haya alterado y un templo se vea desacralizado y convertido en taberna, el vino que allí se despache no dejará de tener un cierto sabor a agua bendita o acaso a obleas. ¡Qué tontería es ésa de pensar que el hábito no hace al monje! Más bien ocurre lo contrario: el hábito es, a fin de cuentas, el monje, tanto como que uno es, o acaba siendo, lo que habitualmente hace. La vieja ley del decorum tiene aquí un alcance poco sospechado, encuentra un reflejo en la relación entre el lugar y el comportamiento –donde fueres haz lo que vieres– pues quien habita un palacio acaba comportándose como un rey, y quien se comporta de continuo como un monje, sin duda, acaba siéndolo.