Matisse. 1917 – 1941. Museo Thyssen-Bornemisza. 9 de junio – 20 de septiembre, 2009
Giorgio de Chirico habló con admiración de la escala de grises de las calles parisinas: "sólo aquí se puede pintar", decía, sin embargo Matisse, que algo sabía de pintura, acabó en la Costa Azul, y no me cabe duda de que huía del tedioso gris, tanto como yo del plomizo cielo de Madrid.
Es que con todo el plomo que cayó durante la Gran Guerra no se debía estar mal en el bonito Colliure o, desde 1917, en la Niza más superficial, aun cuando apenas se saliera de casa, aun con las ventanas medio cerradas. Tampoco a mí me ha parecido mala idea refugiarme de este plomo del domingo en la exposición que el Thyssen dedica a Matisse y cambiar cielo encapotado por coloridos arabescos.
¡Ay!, desde luego nada hay que le vaya menos a la pintura de Matisse que el gris que sirve de fondo a esta exposición. Ese color oprime al espectador, los cuadros no lo merecen, y especialmente dibujos como el del Violinista que salen mal parados, demasiado tristones entre esos muros pálidos, para lo alegre que es la línea de Matisse. Suerte que al pintor le gustaban este tipo de retos, pedía para sus lienzos marcos dorados de rocalla, según decía una buena pintura debería aguantarlos.
Con un criterio de selección basado en la periodización de la trayectoria artística de Matisse, Tomás Llorens se vuelve a salir de la línea que lo definió como crítico desde finales de los sesenta, totalmente contraria a la atmósfera burguesa que encontramos en estos cuadros y más aún frente a cualquier atisbo de influencia de este Matisse sobre la pintura contemporánea. Sea como sea Llorens cubre aquí la época en que el pintor alcanzó el reconocimiento internacional, comenzando por su primera muestra individual en las Leicester Galleries de Londres en 1919 y, un año más tarde, gracias a su colaboración con los ballets de Diaghilev. Pero no se trata ni mucho menos de ese pintor de la vanguardia fauve, sino de un pintor de pausada intimidad, de una línea hipnótica y arabesca, chapada a lo oriental y siempre defensor del adorno.
Apenas me he plantado delante de la Odalisca con tambor del MOMA, he comprendido que Matisse se tenía bien guardado el secreto de la modernidad. La de Matisse es una pintura que habla con la pintura, precisamente porque la pintura, tal y como él la concebía, ya había desaparecido. Matisse no era en esos años la vanguardia, más bien pertenecía a la heroica resistencia en una Francia ocupada por la maquinaria del progreso. Ésta no era entonces una pintura "a la última" sino "en las últimas". Me pregunto si la pintura moderna no ha sido toda ella una resistencia, si no ha habido nunca nada más moderno que resistir.
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