1. Moverse contra el viento
Walter Benjamin comparaba su trabajo con aquél de los navegantes donde lo fundamental es el modo en que se colocan las velas. Aprovechar el viento de la historia era su premisa. Para ello el historiador no sólo debía ser justo con la situación histórica concreta de su objeto, sino con su propia situación, aquélla en que se podía concretar el interés por el objeto. El modo de colocar las velas en este preciso contexto era tanto más determinante cuanto que Benjamin descubría que ese interés se encontraba preformado en el propio objeto de investigación, es decir, en el hecho de que el historiador “siente ese objeto concretizado en él mismo”.
Benjamin se entregó al estudio del París del siglo XIX bajo esta consigna, pero en el fondo de ese proyecto se enfrentaba con la definición de una verdad que no sólo se expresa temporalmente sino que ella misma posee un carácter temporal: el momento de la verdad será para él propiamente la verdad. Benjamin encontró en el contexto del siglo XIX una serie de motivos en los que esperaba hallar revelada esta verdad. Entre ellos el flâneur resultaba paradigmático no sólo por constituir un objeto de estudio destacado sino porque el flâneur le ofrecería una estrategia de conocimiento que Benjamin sabría cómo adaptar a su investigación.
El flâneur, como tipo social histórico aparecido en las primeras décadas del siglo XIX, se caracterizaba principalmente por un transitar despreocupado, por ser un observador sin objetivo concreto que camina atraído por la multitud de imágenes que ofrece la ciudad. Por eso encuentra su lugar allá donde más imágenes se aglomeran: el mercado. Sin embargo el tipo social del flâneur no se circunscribía únicamente a los centros comerciales metropolitanos, sino que se abría paso allá donde la multitud pudiera servirle de camuflaje. Éstas eran las primeras características del flâneur: su errancia, su falta de objetivos y su gusto por la multitud. Benjamin las encontró descritas en la literatura de la época, en las grandes novelas, en la poesía o incluso en las pequeñas fisiologías que se dedicaban a retratar con un humor empático la sociedad parisina de la época.
2. Errar es humano. Flâner es parisino.
Errer est humain. Flâner est parisien”, con esta consigna se había introducido Victor Hugo en las calles de la ciudad, espacios para esta otra manera de errar que es flâner. Y porque el flâner no concierne propiamente a lo humano, como bien dice Hugo, disemina también la humanidad, la reparte por los bulevares, por las plazas, la hace descender por la ciudad y alcanzar el laberinto de calles oscuras, estrechas y sinuosas de los barrios bajos, del Faubourg de Saint-Antoine o de los vericuetos de la Cité. La humanidad se convertía así en multitud y ésta se ofrecía con Hugo por primera vez como tema literario. La manera en que el escritor trataba de escrutar esa multitud alumbraba para Benjamin el modo en que flâner se podía tomar como estrategia de conocimiento. Pero Hugo tan solo le había puesto nombre y Benjamin repararía de inmediato en lo que distanciaba la mirada del escritor de aquella que capacitaba al flâneur para la investigación. Si el objeto de ésta debía ser la multitud, Hugo no había logrado elaborar un método que captara su multiplicidad y, por el contrario, había quedado sujeto a la contemplación de un conjunto completo, un todo. En efecto, Hugo había contemplado la multitud desde lejos y por ello había escogido la metáfora del océano para señalar, a fin de cuentas, lo contemplado desde las costas. A vista de pájaro, la multitud conformaba un conjunto compacto fundado en la identidad consigo mismo; vista desde la ventana, la multitud era un solo cuerpo.
El contraste entre el trato que Hugo aplicaba a la multitud y el que inmediatamente pondría Charles Baudelaire en práctica, radica en que el contemplador alejado pasaba a ser en el autor de Les fleurs du mal un observador sumergido en su objeto. Ya no se trataba la imagen sublime de un todo observada por un espectador, sino por aquella que alguien sumido en la propia multitud es capaz de captar de ella, una imagen por fuerza relampagueante y nunca completa. Tal percepción sólo se podía ofrecer en destellos y en ellos encontraba Benjamin la temporalidad propia de la verdad: el instante de su percepción. Vista así, la multitud forzaba al flâneur a salir de un tiempo extendido como extenso es el océano –extenso hasta lo intemporal– y lo introducía en la propia multiplicidad de sus imágenes. Si la multitud escondía en sí el conocimiento de una verdad, ésta sólo podía aparecer fragmentada en las rápidas conexiones de un paseante distraído. El paradigma de esta visión no era ya el del panorama que ofrece una vista completa, sino que quedaba expuesto en la aspiración propia del daguerrotipo: la instantánea. Por instantáneas adquiría el flâneur su conocimiento.
Zambulléndose en la multitud como quien entra en un depósito de electricidad, como diría Baudelaire, el flâneur sometía su trayectoria a miles de empujones, esas continuas interrupciones que desvían al paseante del rumbo de inicio y lo impelen a rehacer constantemente de nuevo los mapas. Pero precisamente en esos mapas centró Benjamin un trabajo que superaba con mucho el ámbito parisino y se dirigía a organizar gráficamente el espacio vital. La primera de sus condiciones era perderse en la ciudad, lo cual exigía para él un auténtico aprendizaje, pues no se trataba tanto de acogerse al desconocimiento del desorientado como de asimilar las estrategias propias de un flâneur al que letreros y nombres de calles, transeúntes, tejados, quioscos o tabernas le hablan como ramas que crujen en el bosque bajo sus pies. En este propósito se podía reconocer perfectamente una segunda metáfora de Hugo a la que Benjamin prestó atención. Entender la multitud metropolitana como bosque pasaba para el autor de Les Misèrables por hacerse cargo de lo que allí no es visible, “una existencia que es de índole oscura”. Su conocimiento sólo podía ofrecerse por medio de las desviaciones que conducen al flâneur a un tiempo desaparecido, y en ellos encontrará Benjamin su propio modo de operar:
“Lo que para otros son desviaciones, para mí son los datos que determinan mi rumbo. –Sobre los diferenciales de tiempo, que para otros perturban las ‘grandes líneas’ de la investigación, levanto yo mi cálculo.”
Flâner es ese desvío (Umweg) que Benjamin ya había tomado para sí como método de un saber que encuentra en los detalles la exposición más pujante de la verdad. Pero en la percepción de los fenómenos particulares la verdad no aparecía para él como desvelamiento que pudiera reducirla a una sola enunciación tranquilizadora, sino como revelación instantánea que lejos de sosegar al paseante le reclamará justicia. Por tanto, el recorrido del flâneur no debía acabar en una constatación que lo aquietara. Se iniciaba así un trabajo incesante para el propio filósofo.
3. El flâneur y los pasajes
Si Benjamin le prestó tanta atención al flâneur, hasta el punto de constituir éste todo un capítulo de su libro sobre el París del siglo XIX, no fue sólo para dar cuenta de un tipo urbano característico de una época, sino también para asumir para sí mismo una estrategia que habría de conducirle a un tiempo ya desaparecido. Pero esto pasaba también por un crítica de lo que la flânerie había sido, sólo así se podía convertir en figura heurística.
El verbo flâner, tan resistente a la traducción a nuestro idioma, llegó a París a comienzos del siglo XIX. Procedía del dialecto normando que lo había tomado a su vez del antiguo escandinavo donde flana se refería a la acción de correr de acá para allá sin dirección determinada. En París designará una forma de pasar el tiempo en la ciudad, una manera de tomar la relación tiempo-espacio –“aller de côte et d’autre en perdant son temps”–, que se desarrollaría al menos en tres acepciones: pasear lentamente y sin rumbo, dejar libre la imaginación y divagar, y por último, sencillamente perder el tiempo, “se complaire dans le farniente”.
Este “hacer nada” alumbra la figura del flâneur en el momento mismo de su primera aparición, durante los años de la Monarquía de Julio (1830-1848). Si el poeta Alphonse de Lamartine alzaba entonces su hermoso timbre en favor del derecho al trabajo, también se ponía de relieve la falta de pasiones cumplidas para una sociedad que, como el propio poeta había dicho, se aburría. Sigfried Kracauer entendió que en este aburrimiento ya estaba el germen de la flânerie y encontró sus motivos en la avaricia política del rey Louis-Philippe. Benjamin, que tomó como punto de apoyo el libro de Kracauer, prestó una amplia atención a este argumento; entendía el aburrimiento como “umbral de grandes hechos” y el flâneur era una figura en ese umbral. Figura imprecisa por su economía y su política, el flâneur pertenecía al reino doméstico de la clase burguesa pero no se sentía a gusto en él y por ello buscaba asilo en la multitud. Había aparecido en un contexto opresivo que tenía sus dos puntos más agudos en las restricciones impuestas a la participación política y a la libertad de prensa, pero éstas vinieron acompañadas a su vez por una expansión comercial que cubriría de magasins el París revolucionario. Estos comercios ofrecían nuevas emociones y, sin embargo, quedaban lejos de ser asequibles para muchos. Al flâneur, joven y con ingresos justos, le quedaba así la salida de los cafés, los cigarrillos o los paseos por París.
Estos paseos le llevaron a Benjamin hasta los pasajes cubiertos, esas calles que los nuevos materiales de construcción –el hierro y el cristal– habían dejado a salvo de la frecuente lluvia parisina. El creciente tráfico, la falta de aceras lo suficientemente anchas, así como la actividad comercial que en los pasajes tenía lugar, hicieron de ellos el lugar privilegiado para la flânerie: “sin los pasajes –se leía en 1841– el flâneur sería un desgraciado; pero sin el flâneur, los pasajes no existirían”. En estas primeras galerías comerciales podía esquivar el aburrimiento oteando los escaparates de las tiendas que los flanqueaban, por eso el flâneur le pudo parecer a Benjamin un “explorador del capitalismo, enviado al reino del consumidor”.
4. La experiencia del umbral
Acompañando al flâneur, Benjamin se pudo introducir sigilosamente en el concepto de umbral. También los pasajes sin duda lo eran al quedar dispuestos entre el interior y el exterior, entre el espacio público y el privado, en el borde mismo del gran almacén. Pero el concepto de umbral se extendía para Benjamin entrelazando ámbitos dispares y no sólo alcanza a la arquitectura. Experimentar el umbral no es simplemente cruzar de un sitio al otro, sino pasar de un estado de conciencia a otro, incluso de un tiempo histórico a otro. La gran ciudad estaba en este sentido sembrada de umbrales, aparecían por doquier y no sólo para marcar sus límites espaciales; por ejemplo, lo hacían en la franja de sombra que cae sobre las calles desde las puertas monumentales de la ciudad arcaica, en la Puerta de Saint-Denis o en la Puerta de Saint-Martin, Benjamin encontraba en pleno centro de París umbrales abiertos al pasado:
“Hay que distinguir con toda claridad el umbral del límite. El umbral es una zona. Y, ciertamente una zona de transición. El término ‘umbralar’ implica cambio, transición, escape, y la etimología no ha de pasar por alto estos significados. Por otra parte, es necesario indagar el contexto directamente que ha dado a esta palabra su significado. Nos hemos vuelto muy pobres en experiencias de umbral. ‘Conciliar el sueño’ es quizás la única que nos ha quedado. Pero al igual que el mundo figurativo de los sueños sobrepasa el umbral, también lo hace el sube y baja del entretenimiento y del intercambio sexual del amor. – La puerta monumental, que transforma a quien la cruza, se desarrolló a partir del ámbito de la experiencia del umbral.”
Los propios pasajes, que habían sido la máxima expresión del lujo en tiempos de Louis-Philippe, eran, en los años en que Benjamin vivió en París, imágenes de la decadencia que abrían para el paseante un acceso a un tiempo soñado. El umbral aparecía para Benjamin como lugar previo al conocimiento de la verdad histórica, constituía para él el núcleo difuminado de los ritos de paso. El que da acceso a lo vivido por medio del recuerdo también se encontraba ejemplificado para Benjamin en el flâneur. Son sus pies los que recuerdan conduciéndolo distraídamente por la ciudad, y por esa distracción atraviesa el umbral. El flâneur se deja llevar por las escenas imborrables que guarda en la memoria, pero éstas no son las que ha contemplado con una guía en la mano, sino aquellas por las que había pasado sin prestarles atención y pensando en otra cosa. El flâneur se ve llevado así por lo que en apariencia son errores, gracias a ellos yerra por los umbrales de la ciudad y abre nuevas secciones con un “paso en falso”[25]. No hay una intencionalidad en el flâner y por esta ausencia su errancia puede dar acceso a una verdad que es precisamente para Benjamin “la muerte de la intención”.
Al flâneur no le mueve intención alguna y por eso experimenta el umbral en todo su abanico de posibilidades. Como topografía palpable, el umbral le lleva del espacio privado al público, del lugar doméstico al de las mercancías, de lo decadente a lo nuevo, de los barrios lujosos a los barrios bajos. Pero el umbral también conlleva una transformación de quien lo atraviesa y en este sentido anida en los estados de ánimo. El umbral cobra así la forma de una embriaguez de la que el aburrimiento no se libra. Benjamin la llama “embriaguez anamnética”, un estado que le permite al flâneur no sólo guiarse por lo que aparece sensiblemente ante los ojos, sino por un saber que encuentra en los datos muertos algo experimentado y vivido por él. Benjamin no dudó acercar esta embriaguez a la provocada por el hachís; el punto de contacto se encontraba para él en la capacidad que esta sustancia presta al reconocimiento de semejanzas que escapan al estado habitual de los sentidos de tal manera que incluso una frase pueda asemejarse a un rostro en la forma en que ambos se componen. Así embriagado, para el flâneur “la verdad se hace algo viviente”.
El umbral benjaminiano tiene, sin embargo, otras manifestaciones. También queda abierto entre las diversas clases sociales, y el flâneur, como burgués que se siente incómodo con su condición, se dispone a atravesarlo. Pero aquí se encuentra bien a la vista el principal escollo con que se enfrenta. La relación que como intelectual entabla el flâneur con las clases más bajas de la sociedad, puede pasar por imágenes predeterminas que conducen a la conmiseración. En ellas se traiciona la experiencia de cruzar el umbral. Para Benjamin una relación empática como ésa supone la peor de las trampas que acechan al flâneur, y sin duda había sido la que había apresado al intelectual de izquierdas de su época, haciéndole imposible una comprensión profunda de las cosas. La conversación eventual con alguien de otra clase podía no ser más que un apaciguador de la conciencia social del flâneur, una neutralización que lo dejaría paralizado en su posición de espectador. Benjamin, que había pasado personalmente por esa situación, se preguntaría si aquello era realmente cruzar el umbral o suponía quedarse en él con la idea de que ese umbral no le conduciría más que a la nada. En este embotamiento del flâneur centraría Benjamin su crítica. El conocimiento de la verdad sólo era posible para Benjamin como una superación de la apariencia y esto sólo se alcanzaba cruzando el umbral. Superarla no quiere decir, sin embargo, que lo que se experimenta desaparezca, sino que en ello se pueda reconocer una “imagen rápida” de la verdad.
Con esta rapidez entraba en juego otra dimensión del umbral, su temporalidad: en un instante se cruza el umbral, y cruzarlo significa para Benjamin reconocer el “ahora” en las cosas, superando tanto la apariencia de progreso como la de un retorno de lo mismo. No sólo es que la verdad se ofrezca en la multitud de detalles con que distraídamente se cruza el flâneur, sino que esa multitud es también la de los instantes. Pero en el instante la verdad se encuentra como condensación de un tiempo –el tiempo de la verdad– hasta el punto de hacerlo estallar declarando con ello la muerte de la intención. En ningún caso se trataba de que en el “ahora” se revelara el futuro, como el pequeñoburgués desearía para su completa tranquilidad, ni siquiera de que ahí se revelara el pasado, pues si la embriaguez anamnética conducía al flâneur, no era propiamente para acercarle a un pasado ni tampoco para traer de nuevo ese pasado al presente. Tanto en la intención de acelerar la llegada del futuro como en la de retomar de nuevo el pasado encontraba Benjamin dos apariencias que son para él complementarias y deben superarse. La primera se fundaba en la fantasmagoría burguesa del progreso, la segunda en la del “eterno retorno”. Frente a ellas, la de Benjamin era una apuesta por la “actualización”.
La actualización consiste en una unión que trasciende lo temporal, en la cual ya no se trata de una conexión del presente con el pasado (ni con el futuro), sino en el encuentro de “lo que ha sido” con el “ahora”. El distraído flâneur no se acercaría al pasado con una mirada expectante, sino que sin esperarlo y como por error se reconocería en “lo que ha sido” a la vez que podía reconocerlo en sí. La apariencia última que superaba era esa que reviste “lo que ha sido” como lo anterior siempre alejado, y superada esa apariencia –cruzado ese umbral– procedía a una infinita cercanía. Esto, para Benjamin, ya no significaba tratar al pasado de modo histórico, sino a “lo que ha sido” de modo político.
5. El instante de lectura
En este punto ya ha comenzado Benjamin su crítica de la flânerie, y Susan Buck-Morss ha seguido con atención extraordinaria su desarrollo llegando a afirmar que el flâneur anunciaba ya la conciencia característica de la sociedad de consumo masivo y esa actitud era la fuente de sus ilusiones. De modo que si el flâneur era para una figura “bien dispuesta” a la investigación, también se encontraba embotada por las fantasmagorías de la modernidad. Benjamin concretó la que le era más propia: “leer en los rostros la profesión, el origen y el carácter”.
Esta caracterización benjaminiana del flâneur como lector arrancaba de la descripción que de él había hecho Edgar Alan Poe en su relato “El hombre de la multitud”. Lo cierto es que si este relato sigue inquietándonos no sólo es por declarar la “gran desgracia de no poder estar sólo”, como señala la sentencia de La Bruyère que abre la narración, sino por la distancia que en él se nos revela, y en esa distancia tenía puesto Benjamin el punto de mira. Toda la narración de Poe aparece de hecho envuelta en ese fenómeno anímico que se querrá característico de la metrópoli y cuya denominación más acertada probablemente corresponda al término blasé. Blasé es, en efecto, la palabra francesa que utilizará Simmel en su análisis de la vida mental metropolitana y que habitualmente encontramos traducida como “indolencia”. Sin embargo, blasé no es simplemente una insensibilidad o una obstrucción de los afectos, se trata más bien de un embotamiento del gusto debido a un exceso de consumo y por tanto es un cierto tipo de “hastío”, de hecho, su primer uso parece haber sido el de referir la sensación de entorpecimiento que sigue al exceso de alcohol. Benjamin estuvo muy atento a las propuestas de Simmel y encontró en esta embriaguez el torpor que distanciaba flâneur de la realidad y que por tanto debía superar. Por ese torpor, el cuento de Poe sólo podía tener una conclusión turbadora consignada en esta vieja fórmula: er lässt sich nicht lesse. “Hay cosas que no se pueden leer”, decía Poe, y ante ellas Benjamin se impuso la tarea de “Was nie geschrieben wurde, lesen”: “leer lo nunca escrito”. No es casual que esta frase de Hofmannsthal, que se convierte en un auténtico hilo de Ariadna en la obra de Benjamin, estuviera llamada a encabezar el capítulo del flâneur en su libro sobre el París del XIX. En la figura del flâneur hay por tanto dos tipos de lecturas en liza, y la primera de ellas se encuentra en estos primeros párrafos del relato de Poe:
“Después de varios meses de enfermedad, me sentía convaleciente y con el retorno de mis fuerzas, notaba esa agradable disposición que es el reverso exacto del ennui; disposición llena de apetencia, en la que se desvanecen los vapores de la visión interior –el αχλυζ η πριν επηε– y el intelecto electrizado sobrepasa su nivel cotidiano […] Sentía un interés sereno, pero inquisitivo, hacia todo lo que me rodeaba. Con un cigarro en los labios y un periódico en las rodillas, me había entretenido gran parte de la tarde, ya leyendo los anuncios, ya contemplando la variada concurrencia del salón, cuando no mirando hacia la calle a través de los cristales velados por el humo.
[…] “Nunca me hacía hallado a esa hora en el café, y el tumultuoso mar de cabezas humanas me llenó de una emoción deliciosamente nueva. Terminé por despreocuparme de lo que ocurría adentro y me absorbí en la contemplación de la escena exterior.
[…] Los extraños efectos de la luz me obligaron a examinar individualmente las caras de la gente y, aunque la rapidez con que aquel mundo pasaba delante de la ventana me impedía lanzar más de una ojeada a cada rostro, me pareció que, en mi singular disposición de ánimo, era capaz de leer la historia de muchos años en el breve intervalo de una mirada”
Como sabemos, la continuación de relato de Poe se ocupa de la persecución a un anciano al que este ávido lector no sabe cómo clasificar. Podemos decir que en ese anciano encuentra su umbral la fantasmagoría del flâneur y, tal y como Benjamin había advertido, éste se detiene en la constatación de que ese umbral conduce a la nada: “Es el hombre de la multitud –escribe Poe al final–. Sería vano seguirlo, pues nada más aprenderé sobre él y sus acciones”. Pero hasta aquí, el flâneur podía darse por satisfecho: cazar al vuelo la historia de cada transeúnte hace que se sienta un artista, el encanto de esta lectura se encuentra en esa inmediatez clarividente, instantánea donde nada media entre la sensación óptica y el conocimiento. Esta lectura surge del choque con una multitud que aparece consignada antes que nada bajo la rúbrica de lo reconocido de inmediato. Incluso cuando su uniformidad quede salpicada de innumerables detalles, de distintas ropas o portes diferentes, este lector es muy capaz de reordenarlos con un solo golpe de vista catalogando a los transeúntes por oficios, por tipos, por tribus. Por eso Benjamin tratará de corregir aquellas interpretaciones que encuentran en el texto de Poe una infinita variedad de individuos y afirmará que visto así “su cortejo no dista de ser uniforme”[44].
Este flâneur no capta la diversidad de la multitud, y si el conjunto descrito no revela una fisonomía única de la masa, a esa apreciación le sigue el súbito placer de reconocer la uniformidad de su movimiento interno, su fisiología, el funcionamiento previsible de un gran organismo. Benjamin veía esta constatación aumentada desde el momento en que es posible reconocer que los movimientos de los peatones “son menos los de la gente que va tras sus negocios que los de las máquinas de las que ellos se sirven”. Sólo el flâneur se muestra liberado de esa conducta. Digamos que está “desconectado”, pero esta desconexión tiene una doble consecuencia: por una parte se ha de interpretar como “una protesta inconsciente contra el ritmo del proceso productivo”, por otra parte supone, tal y como afirma Buck-Morss, como un detenimiento en la fantasmagoría que le es propia. El flâneur encuentra sosiego y placer en el reconocimiento instantáneo de la multitud, pero éste no es más que una desconexión con la realidad que lo rodea. En esto reside toda al ambigüedad que Benjamin muestra a la hora de estudiar al flâneur. Pero en realidad, esta ambigüedad aparece expresada con bastante atino en el relato de Poe. Que allí la figura del flâneur se encuentre desdoblada entre el perseguido y su perseguidor ha dado lugar a no pocas confusiones, pero a fin de cuentas no viene más que a mostrar cómo el flâneur encuentra en sí mismo los límites de su propia fantasmagoría.
6. La empatía, el límite del flâneur
Si la fantasmagoría del flâneur consiste en la creencia de que puede leer en los rostros la historia de aquel con quien se cruza, he aquí el límite de esa capacidad: el flâneur mismo no se puede leer. Si es un inclasificable, si se confunde con el asocial, si es incluso, como dice Poe, un desalmado, todo ello se debe a la empatía que el flâneur demuestra tener con todo aquello que mira. Por ella lo comparará Benjamin con la mercancía, siempre disponible para cualquier comprador: “si existe esa alma de la mercancía –dirá Benjamin parafraseando a Marx– debería ser la más empática que se haya visto en el reino de las almas”.
Cuando el flâneur salta a la calle, la verdad dobla la esquina, por eso encuentra en sí mismo su error: pensaba que podía leerlo todo, pero se equivocaba. Sin embargo, a partir de este error se abre la auténtica posibilidad de una lectura: superar la empatía (Einfühlung) conllevará cruzar definitivamente el umbral. Por ello Benjamin se cuidó mucho de localizarla y encontró sus consecuencias tanto en el historicismo como en la política socialdemócrata. La empatía es en el orden anímico lo que el progreso es a la historia y a la política, o lo que la mercancía es al trabajo. Benjamin podía ver estas fantasmagorías desarrollándose a en paralelo, y siendo todas ellas proyecciones engañosas, a la Einfühlung le correspondía ser una “proyección sentimental”. Benjamin había vivido muy de cerca su proceso de teorización en el marco del Expresionismo alemán y podía reconocerla perfectamente en la mirada del flâneur, pero éste le ofrecía también su disolución.
Por empatía el observador parece acercarse a aquello que mira, pero también marca las distancias. Puede transitar por los barrios bajos de la ciudad, ser testigo de la miseria, pero permanecer intocable. La empatía lo proyecta sobre todo aquello que mira, pero por ella misma se siente tranquilizado como el banquero que se apiada del mendigo y le ofrece una limosna. La empatía, proporciona una sensación de lectura ajustada y sosegadora, pero esta lectura se detiene pronto: el individualismo es su última parada. El procedimiento empático insufla vida desde el propio sentimiento vital de quien mira, pero éste ya no hace más que verse a sí mismo y cuando no se ve dice para sí: “hay cosas que no se pueden leer”.
En esa imposibilidad comienza la tarea de “leer lo nunca escrito”, y con ello enfrenta Benjamin a la facultad empática otra facultad a la que no duda en llamar mimética. En esta última lo que se pone en juego es la capacidad de reconocer semejanzas, hacer cosas semejantes e incluso hacerse uno mismo semejante. La lectura y la escritura son el último resquicio del punto más alto que esta facultad ofrece, pues las semejanzas que se ponen en juego en la lectura y la escritura ya no son semejanzas meramente sensoriales: en nada se parecen las palabras a las cosas que designan y sin embargo reconocemos su significado. Ahora bien, ¿cómo se alcanza esta capacidad para la lectura? Benjamin prestó en este punto atención a los niños que en sus juegos son capaces de convertirse en otras personas, incluso en objetos. La facultad mimética les permite ir reconociendo y produciendo semejanzas hasta el punto de alcanzar aquellas semejanzas no sensoriales que posibilitan la identificación entre una palabra y un objeto o una acción.
Pero esta facultad que se pone a funcionar en los niños como mera distracción, esconde además para Benjamin una vieja obligación que ha quedado olvidada: la obligación de hacerse semejante. De ella nos licencia la empatía, pero lo hace a un precio muy alto, pues si el conocimiento de la verdad pasa por leer lo que no está escrito, esto implica también hacerse semejante a lo leído. La indefinición del flâneur, su completa distracción, la carencia de intenciones de que hace gala, todo ello le brindaba la posibilidad de este cumplimiento: hacerse semejante a aquello con lo que se encuentra será su último cometido y en el reside el reconocimiento de una verdad histórica que se hace política. Tal reconocimiento sólo se le ofrece al lector como un instante crítico, como ese chispazo en el que se reconocen las semejanzas que permiten la lectura; y lo que ésta ofrece es “el ahora de la cognoscibilidad”. De ello dará cuenta el flâneur sólo en el momento en que deje de ser lo que es, es decir, en el instante mismo de su transformación.
[16] Lamartine, Alphonse de, «Discours en réponse à M. Thiers» (10 janvier 1839), en Œuvres, t.13, Firmin Didot, París, 1849, p. 217.
[19] Vid. Kracauer, Sigfried, Jacques Offenbach and the Paris of His Time, traducción al ingles de Gwenda David y Eric Mosbacher, Zone Books, New York, 2002, p. 121.
[20] Huart, Louis [ilustraciones Alophe, Daumier et Maurisset] Physiologie du flâneur, Aubert/Lavigne, Paris, 1841, p. 97.
[25] Idem., [C 3, 3], p. 114.
Idem. [D 10 a, 5], p.145: “La creencia en el progreso, en una infinita perfectibilidad –tarea infinita en la moral- y la idea del eterno retorno, son complementarias. Son las antinomias irresolubles frente a las cuales hay que desplegar el concepto dialéctico del tiempo histórico. Ante él, la idea del eterno retorno aparece como ese mismo ‘chato racionalismo’ por el que tiene mala fama la creencia en el progreso, que pertenece al modo de pensamiento mítico tanto como la idea del eterno retorno’”.
Idem. [N 2, 2], pp. 462-463: “Se puede considerar como uno de los objetivos metódicos de este trabajo mostrar claramente un materialismo histórico que aniquilado en su interior la idea de progreso. Precisamente aquí, el materialismo histórico tiene todos los motivos para separarse con nitidez de la forma burguesa de pensar. Su concepto principal no es el progreso, sino la actualización”.
[37] Benjamin, Walter, Libro de los pasajes, [M 6, 6], idem., p. 433.
[39] Simmel, Georg, “Las grandes urbes y la vida del espíritu” en El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, traducción de Salvador Mas, Península, Barcelona, 2001, pp. 375-399.
[40] Centre National de Ressources Textuelles et Lexicales : www.cnrtl.fr/etymologie/blasé
[44] Benjamin, Walter, Charles Baudelaire. Un lírico …, op.cit., p. 141.
Benjamin, Walter, El libro de los pasajes [N 3, 1], op. cit., p. 465
(Este artículo ha sido publicado en la revista Paralaje, n. 6, Chile)