Odilon Redon, Una historia incomprensible y otros relatos, Buenos Aires: Bajo la luna, 2010. Traducción de Mercedes Roffé.
“Sí, un libro sería algo por hacer”, le escribía Odilon Redon a Émile Bernard, “pero si en alguna ocasión hiciera el mío (tuve algunas veces la intención) sería ya de forma tardía, en el campo, de retiro, por los recuerdos, y pidiendo perdón por cambiar de signo”[1]. A pesar de esta reticencia –indicativa de su extremo respeto por la literatura y, dicho sea de paso, de su prudencia frente al exceso teorizador de Bernard –, no hacía un año que se habían publicado en las páginas de L’Art Moderne unas nada despreciables notas autobiográficas bajo el título de Confidences d’Artiste. En ellas Redon hacía repaso de lances varios, educación y técnica, ideas sobre el arte y deudas directas con los escritores, especialmente con Émile Hennequin y Joris-Karl Huysmans, que fueron los primeros en celebrar públicamente su talento[2]. Entonces la relación de Redon con la literatura quedaba bien a la vista, y no sólo por sus amistades, sino por el cuidado que él mismo había puesto en su propia escritura. ¿Hará falta señalar además los numerosos libros ilustrados por él, los de Poe, Baudelaire o Flaubert, para completar el mapa de su relación con la literatura?
Conocido por los libros –por aquellos en que se le homenajeaba, como À Rebours, también por los que motivaron su obra, como La Tentation de Saint Antoine –, Redon anotó en 1869 el deseo de escribirlos: “es el trabajo más noble, el más delicado que puede hacer un hombre”[3]. Y desde luego que no esperaría a estar retirado, como le había dicho a Bernard, para realizar incursiones en ese terreno. En principio se diría que éstas comenzaron con una crítica del Salon de 1868 en la que dejaba planteada además su propia ruta artística con un entusiasmado elogio de la fantasía[4]. Y probablemente sea lo que los griegos llamaron phantasma o phantasis, “lo que nos visita”, “lo que aparece”, aquello que anuda fuerte y bien fuerte el arte de Redon y la literatura. La fantasía como recomposición de lo visto, la que sabiendo de caballos nos viene con centauros, le permitía a Redon “dar vida a seres inverosímiles según las leyes de lo probable”, justo aquello que tenía como índice de su originalidad: poner “la lógica de lo visible al servicio de lo invisible”[5]. Pero también por eso insistía en subrayar la importancia que la observación de la naturaleza –que al dejar pasar las nubes nos ofrece las más variadas figuras– tiene para la creación artística.
Los escritos que hasta ahora conocíamos, las críticas de arte, las cartas o el diario que Camille Redon hizo publicar tras la muerte del artista, no permitían más que una sugerencia sobre el punto en común que Redon entendía entre la escritura y la imagen, ése que le permitió trabajar con sorprendente creatividad a partir de textos. Sin embargo la reciente publicación de las narraciones del propio Redon nos brinda la posibilidad de alumbrar su obra desde otros puntos de vista. Se trata apenas de bosquejos pertenecientes al archivo que su amigo André Mellerio, historiador del arte y también escritor, reunió a la muerte del artista. En 1920, las bibliotecas Ryerson y Burnham, del Art Institute de Chicago compraron los documentos conservados por Camille y Arï Redon, pero sólo en 1991 pudo reunirse todo el legado al adquirir dicha institución el archivo de Mellerio. Algo más de una década después, fruto de la investigación que permitía el conjunto reunido, encontramos la publicación de las narraciones que aquí reseñamos.
Estos relatos formaban parte de la caja que Mellerio había marcado como Essais littéraires, y sin duda ensayos son, incluso esbozos, pero en términos de género también encontramos allí prosa poética y cuentos. Estos últimos conforman el contenido de Una historia incomprensible y otros relatos, que corresponde a la traducción del primer volumen de la edición crítica de los escritos de Redon, a cargo de Claire Moran y bajo el amparo de la Modern Humanities Research Association[6]. Sin embargo, Mercedes Roffé ha preferido mantener la clasificación de Mellerio, resultando de ello un pequeño cambio en la composición del libro que no contaría con el breve apunte titulado “Perversité”, mucho más relacionado con los escritos autobiográficos de Redon.
Todos estas narraciones son representativas de las preocupaciones de Redon en los años setenta, por lo tanto, anteriores al colorido exultante del cambio de siglo, tan celebrado por los Nabis. Así que corren en paralelo al intenso uso que Redon hizo del blanco y negro, de la tinta y el carboncillo. De este último material el artista afirmaba que es el que menos soporta la negligencia, el que más cuidado y minuciosidad necesita para ser elevado a la dignidad de expresión, puesto que se encuentra en el límite mismo de lo desagradable[7]. Pues bien, es en ese límite donde quedan emplazados estos escritos de Redon, que tanto Claire Moran en la edición en francés como Mercedes Roffé en la española, han puesto en relación con la estancia del artista en Peyrelebade, la finca familiar donde fue protegido de niño, casi aislado, por razones de salud. De hecho fue allí donde nos parece que Redon aprendió a habitar la delgada línea entre lo real y lo imaginario, y no es de extrañar, por tanto, que el primero de los relatos de este libro venga con el título “Noche de fiebre”. Sin duda Redon conoció bien la fiebre y sus efectos visuales en aquella finca del Médoc francés. Sabemos, además, que es ésta una región especialmente dedicada a la producción de vino –de hecho el padre de Redon era propietario de algunos viñedos de la zona– y atravesada, como toda Aquitania, por una fuerte herencia medieval. “Bendigo –escribiría más tarde Redon– a aquellos que se mantienen aún apegados a este licor de la vida que todavía paga al espíritu con un poco de optimismo. Es uno de esos fermentos del espíritu francés; es también el licor del sueño”[8]. Estados febriles y sueño, éstos son también los componentes de “Una historia incomprensible”, donde precisamente el vino se encuentra llamado por el misterio. Pero sin duda a estos factores, presentes en toda la obra de Redon, el artista supo unirles esa atención visual a lo real alentada por su amistad con el botánico Armand Clavaud así como por sus primeros estudios con Stanislav Gorin, un acuarelista de cierto renombre por aquel entonces en Burdeos. Con todo, Redon parece concentrarse en aquellas situaciones en las que lo familiar resulta extraño, ese efecto Unheimlich practicado ya por E.T.A. Hoffmann y cuya fascinación recorre el arte del siglo XIX y llega a nosotros. Se diría que el artista escudriña las tinieblas en la luz –la asociación con Pascal planteada desde la primera crítica que Hennequin le hizo, no es en modo alguno casual[9]–. Redon se interesa por aquello que apenas es penumbra y en esa indeterminación desarrolla su trabajo. Todos estos relatos dan cuenta de ello; por una parte, contienen un fuerte componente descriptivo (como ocurre por ejemplo en “Una estancia en el País Vasco”, claramente a partir del recuerdo de sus viajes con Henri Berdoly), pero esta fidelidad queda desnaturalizada de inmediato para dejar, en la mayoría de los casos, la narración en el aire, sin desenlace determinado, y en ocasiones sin una trama estable.
Entre todos los textos quizás destaque, tanto por su extensión como por lo que ofrece en relación con la teoría artística de Redon, “El Fakir”. Como en los demás cuentos, se deja aquí a la vista la admiración por Poe, pero con un tipo de humor que acerca ya el surrealismo –“Sueña. Luego es un Fakir”–. Hay desde luego pocas referencias al arte, sólo un apunte a los viejos cuadros holandeses, que le sirven a Redon para concretar una atmósfera en la que “el tiempo y el betún han dejado algo como un emblema de ese país triste y sombrío” y el nombre de Velázquez, al que le da la misma función evocadora de cierto aire ambiente. Sin embargo, podemos encontrar estrechos paralelos entre estos cuentos y algunas obras de la época. Como ejemplo valen aquellas litografías que acompañaban a La Maison hantée de Bulwer-Lytton y que Moran ha vinculado al relato “Noche de fiebre”, o el dibujo titulado Méditation au Fakir del Art Institute de Chicago, que estaría claramente relacionado con el cuento al que antes aludíamos. Con todo, estos cuentos dejan a la vista el interesante entrecruce de imágenes que conforma la obra de Redon, quien, tal y como nos dice en estas páginas, siempre buscó “un arte para hacer soñar, para arrancar de este mundo y hacer olvidar por un breve lapso las desdichas y mezquindades de la vida actual”[10].
[1] Carta el 14 de abril de 1895, en De Mulder, Caroline (ed.), Lettres à Émile Bernard, Paris: Éditions du Sandre, 2008, p. 109.
[2] Redon, Odilon, “Confidences d’Artiste”, en L’Art Moderne, 25 de agosto de 1894, también en Critiques d’Art, Bordeaux: William Blake and Co., 1987, pp. 32-42.
[3] Redon, Odilon, A soi-même. Journal (1867-1915), Paris: José Corti, 2000, p. 39.
[4] Redon, Odilon, “Salon de 1868” en Critiques d’Art, Bordeaux: William Blake and Co., 1987, pp. 63-44.
[5] Redon, Odilon, À soi-même, op. cit., p. 28.
[6] Redon, Odilon, Écrits, London: Modern Humanities Research Association, 2005.
[7] Redon, Odilon, “Confidences d’Artiste”, op. cit., p. 36.
[8] Redon, Odilon, À soi-même, op. cit., p. 13.
[9] Hennequin, Émile, “Beaux-Arts. Odilon Redon”, en Revue littéraire et artistique, 4 de marzo de 1882, p. 136-138.
[10] Redon, Odilon, Una historia incomprensible y otros relatos, Buenos Aires: Bajo la luna, 2010