martes, 21 de diciembre de 2010

Odilon Redon, tinta sobre papel


Odilon Redon, Una historia incomprensible y otros relatos, Buenos Aires: Bajo la luna, 2010. Traducción de Mercedes Roffé.

“Sí, un libro sería algo por hacer”, le escribía Odilon Redon a Émile Bernard, “pero si en alguna ocasión hiciera el mío (tuve algunas veces la intención) sería ya de forma tardía, en el campo, de retiro, por los recuerdos, y pidiendo perdón por cambiar de signo”[1]. A pesar de esta reticencia –indicativa de su extremo respeto por la literatura y, dicho sea de paso, de su prudencia frente al exceso teorizador de Bernard –, no hacía un año que se habían publicado en las páginas de L’Art Moderne unas nada despreciables notas autobiográficas bajo el título de Confidences d’Artiste. En ellas Redon hacía repaso de lances varios, educación y técnica, ideas sobre el arte y deudas directas con los escritores, especialmente con Émile Hennequin y Joris-Karl Huysmans, que fueron los primeros en celebrar públicamente su talento[2]. Entonces la relación de Redon con la literatura quedaba bien a la vista, y no sólo por sus amistades, sino por el cuidado que él mismo había puesto en su propia escritura. ¿Hará falta señalar además los numerosos libros ilustrados por él, los de Poe, Baudelaire o Flaubert, para completar el mapa de su relación con la literatura?

Conocido por los libros –por aquellos en que se le homenajeaba, como À Rebours, también por los que motivaron su obra, como La Tentation de Saint Antoine –, Redon anotó en 1869 el deseo de escribirlos: “es el trabajo más noble, el más delicado que puede hacer un hombre”[3]. Y desde luego que no esperaría a estar retirado, como le había dicho a Bernard, para realizar incursiones en ese terreno. En principio se diría que éstas comenzaron con una crítica del Salon de 1868 en la que dejaba planteada además su propia ruta artística con un entusiasmado elogio de la fantasía[4]. Y probablemente sea lo que los griegos llamaron phantasma o phantasis, “lo que nos visita”, “lo que aparece”, aquello que anuda fuerte y bien fuerte el arte de Redon y la literatura. La fantasía como recomposición de lo visto, la que sabiendo de caballos nos viene con centauros, le permitía a Redon “dar vida a seres inverosímiles según las leyes de lo probable”, justo aquello que tenía como índice de su originalidad: poner “la lógica de lo visible al servicio de lo invisible”[5]. Pero también por eso insistía en subrayar la importancia que la observación de la naturaleza –que al dejar pasar las nubes nos ofrece las más variadas figuras– tiene para la creación artística.

Los escritos que hasta ahora conocíamos, las críticas de arte, las cartas o el diario que Camille Redon hizo publicar tras la muerte del artista, no permitían más que una sugerencia sobre el punto en común que Redon entendía entre la escritura y la imagen, ése que le permitió trabajar con sorprendente creatividad a partir de textos. Sin embargo la reciente publicación de las narraciones del propio Redon nos brinda la posibilidad de alumbrar su obra desde otros puntos de vista. Se trata apenas de bosquejos pertenecientes al archivo que su amigo André Mellerio, historiador del arte y también escritor, reunió a la muerte del artista. En 1920, las bibliotecas Ryerson y Burnham, del Art Institute de Chicago compraron los documentos conservados por Camille y Arï Redon, pero sólo en 1991 pudo reunirse todo el legado al adquirir dicha institución el archivo de Mellerio. Algo más de una década después, fruto de la investigación que permitía el conjunto reunido, encontramos la publicación de las narraciones que aquí reseñamos.

Estos relatos formaban parte de la caja que Mellerio había marcado como Essais littéraires, y sin duda ensayos son, incluso esbozos, pero en términos de género también encontramos allí prosa poética y cuentos. Estos últimos conforman el contenido de Una historia incomprensible y otros relatos, que corresponde a la traducción del primer volumen de la edición crítica de los escritos de Redon, a cargo de Claire Moran y bajo el amparo de la Modern Humanities Research Association[6]. Sin embargo, Mercedes Roffé ha preferido mantener la clasificación de Mellerio, resultando de ello un pequeño cambio en la composición del libro que no contaría con el breve apunte titulado “Perversité”, mucho más relacionado con los escritos autobiográficos de Redon.

Todos estas narraciones son representativas de las preocupaciones de Redon en los años setenta, por lo tanto, anteriores al colorido exultante del cambio de siglo, tan celebrado por los Nabis. Así que corren en paralelo al intenso uso que Redon hizo del blanco y negro, de la tinta y el carboncillo. De este último material el artista afirmaba que es el que menos soporta la negligencia, el que más cuidado y minuciosidad necesita para ser elevado a la dignidad de expresión, puesto que se encuentra en el límite mismo de lo desagradable[7]. Pues bien, es en ese límite donde quedan emplazados estos escritos de Redon, que tanto Claire Moran en la edición en francés como Mercedes Roffé en la española, han puesto en relación con la estancia del artista en Peyrelebade, la finca familiar donde fue protegido de niño, casi aislado, por razones de salud. De hecho fue allí donde nos parece que Redon aprendió a habitar la delgada línea entre lo real y lo imaginario, y no es de extrañar, por tanto, que el primero de los relatos de este libro venga con el título “Noche de fiebre”. Sin duda Redon conoció bien la fiebre y sus efectos visuales en aquella finca del Médoc francés. Sabemos, además, que es ésta una región especialmente dedicada a la producción de vino –de hecho el padre de Redon era propietario de algunos viñedos de la zona– y atravesada, como toda Aquitania, por una fuerte herencia medieval. “Bendigo –escribiría más tarde Redon– a aquellos que se mantienen aún apegados a este licor de la vida que todavía paga al espíritu con un poco de optimismo. Es uno de esos fermentos del espíritu francés; es también el licor del sueño”[8]. Estados febriles y sueño, éstos son también los componentes de “Una historia incomprensible”, donde precisamente el vino se encuentra llamado por el misterio. Pero sin duda a estos factores, presentes en toda la obra de Redon, el artista supo unirles esa atención visual a lo real alentada por su amistad con el botánico Armand Clavaud así como por sus primeros estudios con Stanislav Gorin, un acuarelista de cierto renombre por aquel entonces en Burdeos. Con todo, Redon parece concentrarse en aquellas situaciones en las que lo familiar resulta extraño, ese efecto Unheimlich practicado ya por E.T.A. Hoffmann y cuya fascinación recorre el arte del siglo XIX y llega a nosotros. Se diría que el artista escudriña las tinieblas en la luz –la asociación con Pascal planteada desde la primera crítica que Hennequin le hizo, no es en modo alguno casual[9]–. Redon se interesa por aquello que apenas es penumbra y en esa indeterminación desarrolla su trabajo. Todos estos relatos dan cuenta de ello; por una parte, contienen un fuerte componente descriptivo (como ocurre por ejemplo en “Una estancia en el País Vasco”, claramente a partir del recuerdo de sus viajes con Henri Berdoly), pero esta fidelidad queda desnaturalizada de inmediato para dejar, en la mayoría de los casos, la narración en el aire, sin desenlace determinado, y en ocasiones sin una trama estable.

Entre todos los textos quizás destaque, tanto por su extensión como por lo que ofrece en relación con la teoría artística de Redon, “El Fakir”. Como en los demás cuentos, se deja aquí a la vista la admiración por Poe, pero con un tipo de humor que acerca ya el surrealismo –“Sueña. Luego es un Fakir”–. Hay desde luego pocas referencias al arte, sólo un apunte a los viejos cuadros holandeses, que le sirven a Redon para concretar una atmósfera en la que “el tiempo y el betún han dejado algo como un emblema de ese país triste y sombrío” y el nombre de Velázquez, al que le da la misma función evocadora de cierto aire ambiente. Sin embargo, podemos encontrar estrechos paralelos entre estos cuentos y algunas obras de la época. Como ejemplo valen aquellas litografías que acompañaban a La Maison hantée de Bulwer-Lytton y que Moran ha vinculado al relato “Noche de fiebre”, o el dibujo titulado Méditation au Fakir del Art Institute de Chicago, que estaría claramente relacionado con el cuento al que antes aludíamos. Con todo, estos cuentos dejan a la vista el interesante entrecruce de imágenes que conforma la obra de Redon, quien, tal y como nos dice en estas páginas, siempre buscó “un arte para hacer soñar, para arrancar de este mundo y hacer olvidar por un breve lapso las desdichas y mezquindades de la vida actual”[10].


[1] Carta el 14 de abril de 1895, en De Mulder, Caroline (ed.), Lettres à Émile Bernard, Paris: Éditions du Sandre, 2008, p. 109.

[2] Redon, Odilon, “Confidences d’Artiste”, en L’Art Moderne, 25 de agosto de 1894, también en Critiques d’Art, Bordeaux: William Blake and Co., 1987, pp. 32-42.

[3] Redon, Odilon, A soi-même. Journal (1867-1915), Paris: José Corti, 2000, p. 39.

[4] Redon, Odilon, “Salon de 1868” en Critiques d’Art, Bordeaux: William Blake and Co., 1987, pp. 63-44.

[5] Redon, Odilon, À soi-même, op. cit., p. 28.

[6] Redon, Odilon, Écrits, London: Modern Humanities Research Association, 2005.

[7] Redon, Odilon, “Confidences d’Artiste”, op. cit., p. 36.

[8] Redon, Odilon, À soi-même, op. cit., p. 13.

[9] Hennequin, Émile, “Beaux-Arts. Odilon Redon”, en Revue littéraire et artistique, 4 de marzo de 1882, p. 136-138.

[10] Redon, Odilon, Una historia incomprensible y otros relatos, Buenos Aires: Bajo la luna, 2010

Las vidas del Pabellón de Barcelona


Reseña de Vela Castillo, J., (De)gustaciones gratuitas. De la deconstrucción, la fotografía, Mies van der Rohe y el Pabellón de Barcelona, Madrid, Abada, 2010.


El Pabellón de Barcelona fue durante más de cincuenta años un edificio desaparecido, y sin duda aún lo es. Por eso no carece de matices el aserto que le atribuye la cualidad del vacío y el silencio, ya que el referente más citado del Movimiento Moderno ejerció su extensa influencia por medio de unas pocas fotografías que concentraban en un solo sentido, el de la vista, toda la experiencia del edificio. Construido con motivo de la Exposición Universal de 1929, desmontado unos meses después, los numerosos estudios sobre el Pabellón fueron buen cimiento para su escrupulosa reconstrucción en 1986. Todos ellos tenían su punto de apoyo en las fotografías que la agencia Berliner Bild-Bericht realizó cuando el edificio estaba aún en pie, y quizás en ellas se nos ofrezca lo que articula esta obra de arte. Esa clavija tal vez se encuentre en un mínimo destello captado por la cámara, acaso ahí donde nos aguijonea el reflejo de un rótulo en el que leemos en inversión especular: gustaciones gratuitas.

El edificio sobre el que trabaja José Vela Castillo tenía y tiene pocos elementos, formas sencillas y materiales cuidadosamente escogidos: un plano de pavimento que extiende el cremoso travertino romano, una losa de techo flotante de yeso, y entre ambos las láminas de vidrio, ónice y mármoles de distintos tipos. Todo ello nos recuerda la aspiración a una Sachlichkeit, concentración de utilidad, objetividad y sobriedad, asumida por Mies desde su paso por el estudio de Bruno Paul[1]. El resultado encajaría a la perfección esa “meta exclusiva” que Mies proponía para la arquitectura de su tiempo: “Queremos un orden que dé a cada cosa su sitio, y queremos darle a cada cosa lo que le corresponde según su esencia”[2] .

La descripción que harían los partidarios de un orden arquitectónico tal (“imperturbable”, “implacable”, fueron adjetivos en su favor) no quedaría contradicha por aquello que mereció las más duras críticas de Robert Venturi, para quien esta arquitectura se sostiene en “la unidad de la exclusión”, en un “o esto o lo otro”[3]. Sin embargo a la opinión que sitúa a Mies en un racionalismo utilitarista le falta, digamos desde un punto de vista histórico, prestar atención a su relación con el expresionismo de la revista Frühlicht encabezada por arquitecto Bruno Taut, y en particular a lo que pudo acercar a Mies a la Glasarchitektur de Scheerbart: el gusto por los reflejos cristalinos[4]. El Pabellón se encontraba repleto de ellos, y probablemente se haya prestado poca atención a las consecuencias que tienen para este edificio desaparecido y retornado.

Pero ¿qué consecuencias podría tener un mínimo detalle que apenas encontramos en las mejores reproducciones de la fotografía de 1929, un reflejo sobre el vidrio que transparenta el estanque pequeño del edificio, un desliz camuflado entre las vetas del mármol que cobija la escultura de Kolbe? Emprender una reflexión sobre el Pabellón de Barcelona desde un reflejo que aparece en una fotografía, y aún desde algo que en esa fotografía no aparece, pues el rótulo en sí nunca estuvo delante del objetivo, sería llevar la cuestión de la arquitectura más allá del enfoque que la observa como la creación de un sujeto-origen[5], incluso sería tomar el edificio por algo que lo saca de sí, aquello que extiende el límite del edificio más allá del edificio mismo sin dejar de habitar su interior. Como nos sugiere Julián Santos Guerrero en su prólogo, estas (De)gustaciones gratuitas abrirían una lectura del edificio que gusta de andar sus límites y dar con una exterioridad en el interior del sistema estructural del Pabellón, que encuentra el placer de desbordarse de una arquitectura que acaso se pensó por un momento como crítica de la ocultación.

Concentrarse en este reflejo es situarse en el umbral, un poco entre lo umbrío y lo que alumbra, por ello Vela Castillo plantea una doble introducción a su libro, una doble aproximación al edificio, una deconstrucción de la pareja filosofía/arquitectura que retoma el reto de Jacques Derrida –“exponer el problema arquitectónico como una posibilidad del pensamiento mismo”[6] y profundiza en la reflexión barthesiana sobre la fotografía, concretamente “en esa cosa un poco terrible que tiene toda fotografía: el retorno del muerto”[7]. No cabe duda de que lo que se presenta en esta fotografía es el Pabellón real, pero muerto. No olvidemos las palabras que alentaron su reconstrucción: “[el Pabellón] no ha dejado de gravitar la conciencia de la ciudad que vio su desaparición”[8]. El Pabellón como fantasma.

Y la cualidad fantasmática del edificio se revela en este reflejo que constituye lo que podríamos llamar con Barthes el punctum de la fotografía, el flechazo y el agujero que nos hiere al mismo tiempo que nos permite mirar el Pabellón. Punctum que es ese detalle con fuerza expansiva que atraviesa la reproducción, pero también punctum que no está en la forma sino que es el Tiempo[9]. “Cela sera et cela a éte”, dice Barthes; ante esta imagen sabemos que el edificio va a desaparecer y sabemos que ha desaparecido, nos sentimos justamente punzados ante la inminencia de una muerte que ya ha tenido lugar. Estamos pues ante una coexistencia imposible. Pero una cierta complicidad mantiene los dos momentos juntos; el tiempo, dirá Derrida, “es un nombre de esta imposible posibilidad”[10]. El reflejo del rótulo, la fotografía del edificio, en tanto que representantes, dan cuenta de una ausencia –el reflejo del rótulo, la fotografía del edificio–, presencia demorada y diferente que se traduce en una temporalización del espacio y con ello también en lo que la arquitectura es: una espacialización del tiempo[11]. Este punctum queda inscrito en aquello que para nosotros era un campo de estudio (studium), y lo que le aporta, suplementa, es algo así como el dolor de una herida, un dolor que no termina de remitir[12].

Poner en contacto esta vuelta obsesiva con el recorrido que ha seguido el Pabellón de Barcelona como obra de arquitectura constituye el gesto de este libro: “el mismo lanzamiento que se produce en los reflejos en un vidrio del edificio es lo que siempre se pone en marcha en una arquitectura: la reconstrucción no hace sino exponer, mostrar como la hace la fotografía, en su esencia de técnica, lo que ya siempre es, esa huida de un original, por muchas copias que podamos hacer”[13]. A partir de aquí Vela Castillo introduce varios tiempos de este recorrido: la elección de emplazamiento por parte de Mies van der Rohe y su colaboradora Lilly Reich, los dibujos preparatorios, la posición que el Pabellón tenía dentro del recinto de la Exposición, la reconstrucción impulsada por Oriol Bohigas. Distintos momentos del Pabellón de Barcelona cuya presencia siempre aparece incompleta y sólo como actualización de una serie indefinida, como síntoma, signo y suplemento: ¿cuál es ahora el original –pregunta Vela Castillo–, el Pabellón construido o su imagen fotográfica? La cuestión sigue rizándose desde que entra en juego la reconstrucción.

Sólo disponemos de huellas, las fotografías, los dibujos, la reconstrucción. Y frente a ellas la reflexión derridiana sobre el tiempo cuestiona el privilegio del presente. El caso es claro y alcanza el propio origen del Pabellón. Se nos recuerda en este punto que Mies van der Rohe y Lylly Reich se desplazaron a Barcelona en 1928 sin proyecto alguno, tan solo el encargo de diseñar y construir el edificio que habría de representar a Alemania en la Exposición. Durante su viaje el arquitecto rechazó el emplazamiento propuesto por los organizadores, escogiendo a cambio un lugar diríamos imprevisible. Así que el edificio surge desde el lugar: un margen del recinto de la Exposición, tras una columnata jónica, un lugar que además era lugar de paso. El lugar marca el proyecto de Mies, y he aquí que nos encontramos con algo ya comenzado, hay pues una marca, una huella en el origen del Pabellón, un origen por tanto fuera de sí que “abre el mecanismo de la presencia, del presentarse y de la representación”[14]. Pero tampoco el porvenir –su desmantelamiento, la apertura a distintas posibilidades, su reconstrucción, su retorno – está regulado por una sucesión cronológicamente ordenada. Siempre por venir, el porvenir del edificio es un retorno de nuevo incompleto, como el reflejo a la fotografía, su reconstrucción deconstruye un edificio que siendo el mismo, no lo es, como si el secreto del Pabellón de Barcelona siempre quedase salvaguardado, nunca entregado sino en remitencia, siempre por medio de un representante.

Quedan también los dibujos que Mies realizó para el proyecto. Frente a este trabajo del disegno, calcular las luces y las sombras no ayuda, Mies lo sabía, y sin embargo en los dibujos sigue latiendo el reflejo. Hay en la obra de Mies algo de esa locura de la luz de Blanchot –“si ver significaba el fuego, yo exigía la plenitud del fuego, y si ver significaba el contagio de la locura, deseaba locamente esta locura”[15]– que hace del trazo un reflejo cegador. Hay una operación de ceguera en todo dibujo, como reflejo que vuelve con la consigna de una apertura: lo que hace visible no es ello mismo visible. Pero nada que ver con el vacío radical que Cacciari le atribuye a una presunta transparencia en Mies, –“la condición desesperada de que ya no hay nada que “recoger”[16]–, nada que ver: “Algunos de estos planos de vidrio –decía uno de los visitantes de 1929– son de un tono oscuro y neutro, reflejan los objetos y la gente, de tal manera que lo que se ve cuando se mira a través del vidrio se confunde con lo allí reflejado”[17]. Sin duda era eso precisamente lo que más le había interesado a Mies, “el juego de reflejos lumínicos”. El Pabellón, que se ofrecía entonces como reflejo, sigue entregándose como huella que sustituye y es, como vemos, sustituible en una iterabilidad indefinida de la que también forma parte, como huella, este libro.


[1] Schulze, F., Mies van der Rohe. A Critical Biography, Chicago/London, The University of Chicago Press, 1985, p. 22.

[2] Mies van der Rohe, “Discurso inaugural como director de la sección de arquitectura del Armour Institute of Technology”, en Escritos, diálogos y discursos, Murcia, Colegio Oficial de Aparejadores y arquitectos técnicos, 1981 pp. 43-48.

[3] Venturi, R., Complejidad y contradicción en la arquitectura, Barcelona, Gustavo Gili, 1972, pp. 25-26.

[4] Este contacto encontraría su engarce en el que Mies publicó para la revista de Taut a propósito de su proyecto de un rascacielos de cristal: Mies van der Rohe, L., “Hochhausprojekt für Bahnhof Friedrichstrasse in Berlin”, Frühlicht, 1, nº 4 1922, pp. 122-124. Hay traducción italiana de la revista: Frühlicht. Gli anni dell’avanguardia architettonica in Germania, Milano: Gabriele Mazzotta, 1974.

[5] Véase Santos Guerrero, J., Círculos viciosos. En torno al pensamiento de Jacques Derrida sobre las artes, Madrid, Biblioteca Nueva, 2005.

[6] Derrida, J., “La metáfora de la arquitectura” en No escribo sin luz artificial, Valladolid, Cuatro ediciones, 1999, p. 133.

[7] Barthes, R., La chambre claire. Note sur la photographie, en Oeuvres complètes, t. V, Paris: Seuil, 1995 (2002), p. 795.

[8] Véase “Por la reconstrucción del Pabellón de Barcelona de Mies van der Rohe” en Opinión. 2C: construcción de la ciudad, n. 14, 1979, pp. 54-56.

[9] Barthes, R., op. cit., p. 865.

[10] Derrida, J., "Ousia y Gramme. Nota sobre una nota de Sein und Zeit" en Márgenes de la filosofía, Madrid: Cátedra, 2006, p.89.

[11] Derrida, J., “La metáfora arquitectónica”, op. cit.

[12] Vela Castillo, J., (De)gustaciones gratuitas. De la deconstrucción, la fotografía, Mies van der Rohe y el Pabellón de Barcelona, Madrid, Abada, 2010, p. 56.

[13] Vela Castillo, J., op. cit. p. 57

[14] Santos Guerrero, J., op. cit., 2005, p. 137.

[15] Blanchot, M., La locura de la luz, en El instante de mi muerte / La locura de la luz, Madrid, Tecnos, 2007, pp. 47-48.

[16] Cacciari, M., “La cadena de cristal” en Hombres póstumos, Barcelona, Península, 1989, pp. 96-99.

[17] Rubió i Tudurí, N.M., “Le pavillon d’Allemagne à l’Exposition de Barcelone”, en Cahiers d’Art, 8-9, 1929, cit. en Vela Castillo, J., op. cit. p. 104 (n.56).