El debate sobre el arte ha sido durante mucho tiempo una cuestión de atribuciones; en ello consistía el ejercicio característico del connoisseur morelliano, que distribuía obras por autores con la justa convicción de que el origen de la obra es el propio artista. De modo que en ausencia de Velázquez o de Goya –por poner dos ejemplos recientes que han tenido lugar en el Metropolitan y en El Prado– el experto se ha seguido ocupando de autorizar o desautorizar la obra haciéndose cargo de las diferentes disputas de paternidad que pesan sobre ella. La atribución, como el primero entre los juicios del experto, no ha dejado de llamar a titulares, entre otras cosas porque –digámoslo con Derrida– «el deseo de atribución es un deseo de apropiación». Esto se hace especialmente legible cuando el discurso sobre el arte adopta la forma de genealogía, como, por ejemplo, en el libro que Paul Signac publicó bajo el título De Delacroix al Neoimpresionismo (1899) con la clara intención de legitimar en un pintor consagrado el movimiento del que Signac formaba parte.
En una línea discursiva muy cercana, ya a finales de los años 50, Clement Greenberg encontraba en el último Monet el giro autorreflexivo del arte que habría dado lugar al Expresionismo Abstracto. Monet, el genio olvidado por la vanguardia, habría sido así, según el crítico formalista, el primero en tratar el medio pictórico como principio, ocupándose directamente de la tensión entre la ilusión de profundidad y la planitud del material. Subrayándolo, Greenberg ejecutaba una reparación de agravios: frente a la construcción como estrategia propia de la pintura cezanniano-cubista, de Monet partía una línea genealógica basada en la expansión del campo pictórico, una línea hasta el momento soterrada bajo el peso de la vanguardia europea y que sólo en Estados Unidos habría aflorado de modo completo con pintores como Clifford Still, Jackson Pollock o los españoles allí afincados, Esteban Vicente y José Guerrero. Por supuesto Monet nunca previó tales consecuencias, simplemente había buscado lo nuevo en la naturaleza, y «sin embargo –aseguraba Greenberg en 1956–, lo que encontró al final no fue un principio nuevo y más genial; tampoco fue algo que estuviera en la naturaleza, como él creía, sino en la esencia misma del arte, en su carácter “abstracto”. Poco importa que él fuese consciente de eso.»
La atribución se presenta en este sentido como figura designativa de una paternidad de la que el presunto padre no tiene por qué disponer de noticia o previsión, ésa restitución le corresponde más que nada a sus descendientes, ya que son ellos quienes se traen de vuelta un origen con el gesto propio de quien ajusta las cuentas. Por eso aún debemos completar los motivos que pudo tener Greenberg para tomar a Monet como origen de la pintura que él mismo defendía, debemos mencionar, desde luego, el interés por integrar a la pintura estadounidense en la Historia del Arte sin hacerla seguidora de la pintura contemporánea europea, cuando menos tendríamos que mencionar las acusaciones más agudas que posteriormente recibió el crítico, como aquella de Serge Guilbaut que lo situaba a la cabeza de un extraordinario robo, o, de un modo más concreto, con lo escrito por Michael Leja para el catálogo de la exposición Monet in the 20th Century (1998). En este último texto se planteaba la “recuperación” del impresionista en el marco de una concienzuda operación que concitó a Greenberg, a algunos coleccionistas interesados en un periodo de Monet que aún no había sido objeto de mercado, y al museo que buscaba ya fijar los cánones del relato sobre la modernidad artística, el MoMA.
Nuestros genealogistas convendrán con Nietzsche en que en el origen está el conflicto, el enfrentamiento, la diferencia. En última instancia la atribución alude al término tribu como núcleo de diferenciación, y si la broma del conservador Tom Wolfe, consistente en identificar el comportamiento del mundo del arte con un Apache Dance, tenía algo de gracia era precisamente por esto. Nos guste o no, el sarcasmo que el escritor puso sobre la sucesión de teorías legitimadoras del arte contemporáneo tenía su correlato en la aparición de una poderosa crítica dirigida contra la institución de la que Greenberg era su más notorio representante. La crítica institucional que, también a modo de reparación de agravios, se enfrentó a la dogmática greenbergiana, no ha dejado de estar vigente y tiene hoy una presencia clara y contundente en el debate. Hasta el momento ha contado con una solvencia teórica de primer orden y con procedimientos altamente refinados. Pero a la crítica institucional, como ha señalado Andrea Fraser, le ha sucedido la institución de la crítica. La figura de la atribución ofrece con esto mutaciones inesperadas y se ocupa ahora, dentro del ámbito contemporáneo, de las propias líneas discursivas sobre el arte, con ello no deja de apelar a un original legitimador aun cuando lo discursos se esfuercen por no encontrarse en un árbol genealógico sino en una genealogía rizomática que atribuye la paternidad al pensamiento postestructuralista francés, pero que aún encuentra en Greenberg ese otro padre al que, según postulados afines (freudianos, por supuesto), se debe matar.
Todo esto podría explicar la discreción a la hora de citar a Greenberg como respaldo teórico para la muestra que actualmente ofrece el Museo Thyssen-Bornemisza, Monet y la abstracción. Apenas se ha mencionado en prensa el nombre de Greenberg en relación con una exposición celebrada por redescubrir la influencia del Monet tardío sobre la abstracción de la segunda mitad del siglo XX. Parece que la figura de Greenberg exige cautela, y aun así en esta exposición se ha optado por potenciar su discurso –con un amplio elenco expresionistas abstractos, de Mark Rothko a Esteban Vicente– y extenderlo a la pintura más reciente –Gerhard Richter o Robert Ryman– sin ignorar por ello los reparos que la postmodernidad le puso al teórico estadounidense. Tanto es así que uno se pregunta si no estamos ante una doble restitución. Para resolver esta duda habrá que tener en cuenta la conferencia del director artístico del museo, Guillermo Solana, incluida dentro del ciclo programado para la ocasión con el título, ya sin ambages, Monet y Clement Greenberg.
(Este texto ha sido escrito para el Blog del Guerrero, de la Fundación José Guerrero:http://blog.centroguerrero.org/. La ficha de la imagen escogida aquí corresponde a MONET, El puente de Charing Cross, 1899, Thyssen Bornemisza, Madrid)